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Volumen VI - Novela - Banco de Reservas

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n <strong>VI</strong> | NOVELA<br />

La vista <strong>de</strong>l pueblo, medio kilómetro antes <strong>de</strong> llegar, fue lo que me volvió a la consciencia,<br />

y una voz <strong>de</strong> angustia en mi interior no cesaba <strong>de</strong> hablar. Murmuraba en mi a<strong>de</strong>ntro<br />

una especie <strong>de</strong> lamentación muy amarga. Yo la oía: “¡Mi pueblo! ¡Mi pueblo!”. Salí <strong>de</strong> ti<br />

una mañana con el estómago vacío; me habías rechazado esa vez, pero todavía mi alma<br />

estaba sana. Ahora vuelvo cansado. En unos meses me he vuelto viejo. Me ahoga una gris<br />

<strong>de</strong>sconfianza en los hombres. ¡Creo que traigo el alma rota!<br />

“¡Mi pueblo! Te veo dormitar y me atemoriza tu sueño al pie <strong>de</strong> aquellas chimeneas. Caerán<br />

sobre ti, con gran estrépito, y no te quedará nada sano. ¡Nada! Ni siquiera el instinto <strong>de</strong> vivir”.<br />

“Me apena ver que ya no pareces un pedazo <strong>de</strong> mi tierra. En tu propia casa te has tornado<br />

extranjero. Tus hijos no tienen aquella arrogancia y aquella hidalguía que tuvieron sus abuelos.<br />

Se crían enclenques, pusilánimes, encogidos, haciendo <strong>de</strong> sirvientes <strong>de</strong>l ingenio, y en sus labios<br />

jamás florece una sonrisa que no sea <strong>de</strong> servilismo. ¡Qué anciano eres, siendo tan joven!”.<br />

“Por tus calles se camina con temor, mirando hacia atrás. Ningún hombre es capaz <strong>de</strong><br />

hablar en voz alta, como no sea para elogiar al míster. Cuando las locomotoras asustan el<br />

cielo con su grito, todos tus hijos callan, como si hablase un dios; y si las factorías –monstruos<br />

reales <strong>de</strong> una nueva y cruel religión–, <strong>de</strong>strozan un pedazo tuyo –uno <strong>de</strong> tus hijos–, el resto<br />

enmu<strong>de</strong>ce, sin lágrimas, y sin protestas”.<br />

“¡Ingenio po<strong>de</strong>roso, que por tus chimeneas escupes diariamente la cara <strong>de</strong> Dios! ¡blancos<br />

insolentes, rojos <strong>de</strong> whisky, que nos miran como el amo a su esclavo! Mi pueblo, ¡oh, mi pueblo!,<br />

estertor <strong>de</strong> agonía, en un trozo <strong>de</strong> tierra prestado don<strong>de</strong> <strong>de</strong>biste ser dueño y señor!…“.<br />

Me ardían los ojos. Volví a pensar en mí, en mi mujer, en lo que <strong>de</strong>bía hacer ese día. Era<br />

ya <strong>de</strong> tar<strong>de</strong> cuando el camión se <strong>de</strong>tuvo frente a la casa <strong>de</strong> mi cuñada. Entre el chófer y yo<br />

bajamos los mo<strong>de</strong>stos muebles. Mi suegra, que estaba allí, tenía el ceño adusto; la hermana<br />

<strong>de</strong> mi mujer me ofrecía una sonrisa sin expresión; el marido estaba ausente. Nubes <strong>de</strong> polvo<br />

vagaban por las calles.<br />

Al día siguiente fui a la oficina <strong>de</strong>l manager. Pasé entre los empleados indiferentes, y<br />

fui recibido por el asistente. Una perversidad que le retozaba a<strong>de</strong>ntro, se le trocó en sonrisa<br />

cuando me preguntó con cinismo jovial:<br />

—¿Qué te ha pasado?<br />

Yo respondí:<br />

—Nada sé.<br />

Fingió asombro y murmuró entonces:<br />

—¡Es raro! ¿Quieres ver al viejo?<br />

—A eso vine –le digo–. Creo que me sobra algo y quiero liquidar mi cuenta.<br />

Me dijo lo que sin necesidad se le dice a otros tantos:<br />

—¡Hombre! No hay que per<strong>de</strong>r la esperanza. Esto se pue<strong>de</strong> arreglar. Debe ser un castigo.<br />

Espera…<br />

Ocupé una silla que me señalaba. El gran rubio, <strong>de</strong>s<strong>de</strong> su escritorio, fingía no oír, a pesar<br />

<strong>de</strong> que se enteraba <strong>de</strong> todo. No levantó la vista. Parecía enfrascado en la revisión <strong>de</strong> unos<br />

papeles que estaban en su mesa.<br />

A los pocos minutos apareció un empleado con una nota para la oficina principal <strong>de</strong>l<br />

Central. Se la llevó al manager. El obeso individuo la leyó y firmó. Me le acerqué. Me retozaba<br />

el <strong>de</strong>seo <strong>de</strong> escupirlo. A mi espalda, la voz <strong>de</strong>l asistente me incitaba:<br />

—No pierdas la oportunidad. Pregúntale por qué te <strong>de</strong>jó sin trabajo. Quizás sea un<br />

castigo…<br />

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