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Volumen VI - Novela - Banco de Reservas

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n <strong>VI</strong> | NOVELA<br />

Transcurrieron algunos días más sin alteración sensible en el estado <strong>de</strong> las cosas, ni para<br />

Ovando, que continuaba en su perplejidad aparente, ni para Doña Ana y los dos pequeños<br />

seres que hacían lleva<strong>de</strong>ra su existencia. Una tar<strong>de</strong>, sin embargo –como un mes <strong>de</strong>spués <strong>de</strong><br />

la cruel tragedia <strong>de</strong> jaragua–, a tiempo que los niños, según su costumbre, triscaban en el<br />

prado, a la entrada <strong>de</strong>l consabido bosque, y la triste joven, con los ojos arrasados en lágrimas,<br />

contemplaba los caprichosos giros <strong>de</strong> sus juegos infantiles, –cuadro <strong>de</strong> candor e inocencia<br />

que contrastaba con el angustioso abatimiento <strong>de</strong> aquella hiedra sin arrimo–, oyó cerca <strong>de</strong><br />

sí, ¿con viva sorpresa, a tres o cuatro pasos <strong>de</strong>ntro <strong>de</strong> la espesura <strong>de</strong>l bosque, una voz grave<br />

y apacible, que la llamó, diciéndole:<br />

—Higuemota, óyeme; no temas.<br />

La interpelada, poniéndose instantáneamente en pie, dirigió la vista asombrada al punto<br />

<strong>de</strong> don<strong>de</strong> partía la voz; y dijo con entereza:<br />

—¿Quién me habla? ¿Qué queréis? ¿Dón<strong>de</strong> estáis?<br />

—Soy yo –repuso la voz–, tu primo Guaroa; y vengo a salvarte.<br />

Al mismo tiempo, abandonando el rugoso tronco <strong>de</strong> una ceiba que lo ocultaba, se presentó<br />

a la vista <strong>de</strong> Doña Ana, aunque permaneciendo cautelosamente al abrigo <strong>de</strong> los árboles, un<br />

joven indio como <strong>de</strong> veinticinco años <strong>de</strong> edad. Era alto, fornido, <strong>de</strong> aspecto manso y mirada<br />

expresiva, con la frente marcada <strong>de</strong> una cicatriz <strong>de</strong> herida reciente; y su traje consistía en<br />

una manta <strong>de</strong> algodón burdo <strong>de</strong> colores vivos, que le llegaba hasta las rodillas, ceñida a la<br />

cintura con una faja <strong>de</strong> piel; y otra manta <strong>de</strong> color obscuro, con una abertura al medio para<br />

pasar la cabeza y que cubría perfectamente toda la parte superior <strong>de</strong>l cuerpo: sus brazos,<br />

como las piernas, iban completamente <strong>de</strong>snudos; calzaban sus pies, hasta arriba <strong>de</strong>l tobillo,<br />

unas abarcas <strong>de</strong> piel <strong>de</strong> iguana; y sus armas eran un cuchillo <strong>de</strong> monte que mal encubierto<br />

y en vaina <strong>de</strong> cuero pendía <strong>de</strong> su cinturón, y un recio y nudoso bastón <strong>de</strong> ma<strong>de</strong>ra <strong>de</strong> ácano,<br />

tan dura como el hierro. En el momento <strong>de</strong> hablar a Doña Ana se quitó <strong>de</strong> la cabeza su toquilla<br />

o casquete <strong>de</strong> espartillo pardo, <strong>de</strong>jando en libertad el cabello, que abundante, negro<br />

y lacio le caía sobre los hombros.<br />

II. separación<br />

Higuemota lanzó una exclamación <strong>de</strong> espanto al presentársele el indio.<br />

No estaba exenta <strong>de</strong> esa superstición, tan universal como el sentimiento religioso, que<br />

atribuye a las almas que ya no pertenecen a este mundo la facultad <strong>de</strong> tomar las formas<br />

corpóreas con que existieron, para visitar a los vivos. Creyó, pues, que su primo Guaroa, a<br />

quien suponía muerto con los <strong>de</strong>más caciques el día <strong>de</strong> la prisión <strong>de</strong> Anacaona, venía <strong>de</strong> la<br />

mansión <strong>de</strong> los espíritus; y su primer impulso fue huir.<br />

Dio algunos pasos, trémula <strong>de</strong> pavor, en dirección <strong>de</strong> su casa; pero el instinto maternal se<br />

sobrepuso a su miedo, y volviendo el rostro en <strong>de</strong>manda <strong>de</strong> su hija, la vio absorta en los brillantes<br />

colores <strong>de</strong> una mariposa que para ella había cazado el niño Guarocuya; mientras que éste, en<br />

actitud <strong>de</strong> medrosa curiosidad, se acercaba al aparecido, que se había a<strong>de</strong>lantado hasta la salida<br />

<strong>de</strong>l bosque, y dirigía al niño la palabra con benévola sonrisa. Este espectáculo tranquilizó a la<br />

tímida joven: observó atentamente al indio, y <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> breves instantes, vencido enteramente<br />

su terror, prevaleció el antiguo afecto que profesaba a Guaroa; y admitiendo la posibilidad <strong>de</strong><br />

que estuviera vivo, se acercó a él sin recelo, le tendió la mano con afable a<strong>de</strong>mán, y le dijo:<br />

—Guaroa, yo te creía muerto, y había llorado por ti.<br />

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