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para Dios. Dios es el fin del hombre porque es su principio, su Creador. Pero el pecado originó una tendencia<br />

contraria a la primera por la cual tiende a centrarse en sí mismo, rechazando a Dios. Una tendencia hacia el<br />

Dios, que es el Bien y el Ser Supremo a la que se contrapone una tendencia hacia sí mismo, que es el pecado y<br />

la nada. No se trata de una lucha entre el alma y el cuerpo, entre lo espiritual y lo material, sino de una tensión<br />

entre dos voluntades, una controversia interior. Como consecuencia del pecado, el hombre no puede llegar a<br />

ser hombre por sí, por sus solas fuerzas. Necesita el auxilio de la gracia de Cristo. El hombre no se satisface a<br />

sí mismo y sólo puede alcanzar el reposo en Dios.<br />

11. La historia como peregrinación<br />

San Agustín se refiere a la historia como peregrinación, es decir, como la marcha donde debemos<br />

estar, y esto es, hacernos uno con Dios, lo cual es posible por la Redención y la ayuda de la Gracia, y<br />

redimirnos del pecado, de ese pecado original, que todos traemos al mundo por el hecho de ser seres humanos.<br />

Desde el comienzo hasta el fin de los tiempos, los hombres peregrinan, claro que en este peregrinar, no todos<br />

lo hacen para alcanzar el supremo bien.<br />

Las dos ciudades, en el proceso histórico que llamaríamos hoy concreto (en las instituciones, en los<br />

pueblos, en las naciones) están mezcladas. Pero están, como dice san Agustín, espiritualmente separadas,<br />

porque lo que distingue al ciudadano de una ciudad del ciudadano de otra, es justamente su libre albedrío. Si su<br />

voluntad se dirige hacia el bien, vive en la ciudad de Dios; si por el contrario elige el pecado, vive en la ciudad<br />

terrena o ciudad del demonio: “Dos amores han hecho dos ciudades, el amor de sí, hasta el desprecio de Dios,<br />

ha hecho la ciudad terrena; el amor de Dios, hasta el desprecio de sí, ha hecho la ciudad celeste” 235 .<br />

Se ve entonces que lo que define a las dos ciudades es la voluntad libre y que esta voluntad, a su vez,<br />

se halla basada en el amor. El amor es aquello que nos hace ir hacia lo que deseamos: uno, el amor egoísta,<br />

reduce el bien común a su propio beneficio; el otro, el amor altruista, es el que mira la utilidad común en vista<br />

de esta sociedad celestial.<br />

Es necesario señalar que el haber elegido vivir en la ciudad de Dios, no implica de ninguna manera<br />

renunciar a vivir en el mundo, sino que, si bien se participa de la vida temporal en todas sus formas, lo que<br />

importa en definitiva, es el uso que de estas formas temporales se haga, que sea o no conforme a los fines de<br />

Dios. La diferencia estriba entonces, en que unos ven estos bienes temporales como fines en sí, y en tanto tales,<br />

los aman. En cambio, aquel que ama a Dios, “no por eso se retira del siglo”. No lo considera un fin en sí, sino<br />

que busca trascenderlo hacia un fin superior.<br />

Se pertenece o no a estas ciudades en cuanto se aman las mismas cosas y se está orientado hacia un<br />

mismo fin. Las dos ciudades no son de ninguna manera una entidad concreta, geográfica e históricamente<br />

determinadas; por el contrario, son supratemporales, tienen un sentido ideal, no hay una ubicación objetiva ni<br />

una determinación precisa en el tiempo. En la historia, el ser concreto de cada una de estas dos ciudades está<br />

dada por sus ciudadanos, por la voluntad del hombre, por su disposición interior en el curso de su vida, de<br />

pertenecer a una o a otra.<br />

235<br />

San Agustín: La ciudad de Dios, Libro XIV, cap. XXVIII.<br />

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