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El martillo y la hoz y otros cuentos - Isliada

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LITERATURA POLICIAL<br />

de hombre indio, cazaba gusarapos para él y le permitía comerse<br />

los mocos. Pero se fue a <strong>El</strong> Cobre en busca de <strong>la</strong> virgen, y estar<br />

con <strong>la</strong> maestra era como estar solo.<br />

La soledad le gusta, sí, para jugar a que tiene una novia y le<br />

besa los <strong>la</strong>bios, le roza el cuello con su lengua y sigue bajando a<br />

los pezones, que <strong>la</strong>me y pellizca hasta ver cómo abre sus piernas<br />

y se entrega señorita para él, que <strong>la</strong> penetra arriba y abajo como<br />

en <strong>la</strong>s telenove<strong>la</strong>s, mientras siente <strong>la</strong> tonada explotar en su entrepierna.<br />

Pero despreciar su soledad con <strong>la</strong> maestra es una penitencia,<br />

y él no lo permitirá otra vez.<br />

Camina, ya falta menos. <strong>El</strong> recuerdo de <strong>la</strong> madre se limita a lo<br />

que le contara de <strong>la</strong> virgen, aunque él también puede sentirlo. Son<br />

unos verdugos que llegan, le hacen <strong>la</strong> reverencia quitándose el<br />

sombrero y lo toman por <strong>la</strong> oreja para decirle:<br />

—Vamos, macho, <strong>la</strong> pasarás tan bien como tu madre.<br />

Entonces lo golpean y cae al suelo, vencido por el cansancio<br />

de los días. Como su madre. Gritos. Golpes. Está desnudo. Los<br />

verdugos se quitan <strong>la</strong>s capas, ellos también están desnudos.<br />

Sucios. Lo ponen de rodil<strong>la</strong>s y atragantan su garganta. Olor a<br />

orine. Lo toman por <strong>la</strong> cintura y lo dominan. Gritos. Golpes.<br />

Sangre. Confusión y fiebre. <strong>El</strong> empujón que arde insolente, uno<br />

tras otro hasta el cansancio. Sudor y saliva hasta el final. Y <strong>la</strong>s<br />

pa<strong>la</strong>bras del hombre de <strong>la</strong>s esposas y <strong>la</strong> pisto<strong>la</strong>, que aturden al<br />

oído:<br />

—Macho… así, macho.<br />

Luego, como a su madre, el golpe en <strong>la</strong> cabeza.<br />

Se ha detenido. Por un momento los verdugos le llenaron de<br />

musarañas <strong>la</strong> cabeza y pensó que le colocaban <strong>la</strong>s esposas; pero él<br />

ya es grande, como dice <strong>la</strong> maestra, y echa a correr con todas sus<br />

fuerzas en busca de un escondite.<br />

Una cueva. Esa fue <strong>la</strong> suerte de su madre, cuando los verdugos<br />

<strong>la</strong> dieron por muerta y el hombre de <strong>la</strong>s esposas y <strong>la</strong> pisto<strong>la</strong>, que<br />

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