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El martillo y la hoz y otros cuentos - Isliada

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LITERATURA POLICIAL<br />

para pensar en <strong>la</strong> muerte. La de su marido debió haber sido trágica,<br />

pero rápida: minutos debatiéndose entre <strong>la</strong>s fauces de los<br />

tiburones, y ya. Estar muerto no es difícil, lo difícil es estar vivo.<br />

Morir es un proceso corto; estar muerto es un resultado <strong>la</strong>rgo,<br />

sobre todo para los que quedan vivos, se dice. La del Bisa puede<br />

ser parecida. Rápida y servir para algo: para alimentar a un caimán<br />

o a un cocodrilo, no está c<strong>la</strong>ra de <strong>la</strong> diferencia, y para un<br />

espectáculo recreativo. Abrirán <strong>la</strong> jau<strong>la</strong>. Él entrará con ingenuidad,<br />

lento, con sus pasitos inseguros, y <strong>la</strong> familia de Dundee y los<br />

curiosos alrededor, expectantes, hasta que gritan, ríen y ap<strong>la</strong>uden<br />

como cuando explota una piñata al tirar de <strong>la</strong>s cintas. Quizás<br />

hasta fotos o vídeos. Terminará así el Bisa, aquel que en su juventud<br />

fue un muchacho taciturno, luego un adulto introvertido y<br />

después un viejo zocato, tan zocato que no hacía muecas al afeitarse,<br />

según observó un día Yiskiyelki, <strong>la</strong> primera vez que el<strong>la</strong><br />

regañó a <strong>la</strong> nieta por faltarle el respeto al bisabuelo. Soligial no<br />

recuerda haberlo visto borracho, ni moviendo el cuerpo al compás<br />

de ningún ritmo, o silbando una melodía. Aseguraría que no<br />

supo silbar, y si lo había visto carcajear era contadas veces, muy<br />

pocas veces, cree que ninguna vez.<br />

A cada momento escudriña <strong>la</strong> calle, esperando ver el automóvil<br />

estacionado en los alrededores. Extrema <strong>la</strong> vigi<strong>la</strong>ncia sobre el<br />

viejo. En pueblos grandes hay lugares para atender y cuidar ancianos,<br />

pero en Ríos de Primavera el lugar del Bisa es bajo el colgadizo,<br />

recostado en un taburete. Allí fuma y escupe contra <strong>la</strong>s<br />

tab<strong>la</strong>s aquel<strong>la</strong> saliva ambarina, mientras, con <strong>la</strong> misma tranquilidad<br />

que se le consume el tabaco apretado contra los dientes y se<br />

le escapa el humo por <strong>la</strong> nariz, le chorrea el orine por los pantalones<br />

para encharcarle los zapatos y <strong>la</strong>s medias, siempre con <strong>la</strong><br />

mirada de maniquí triste perdida en un tiempo impredecible, y<br />

dispuesto a traspasar <strong>la</strong> puerta en cualquier descuido. Por eso<br />

Yiskiyelki se había ido, porque era un viejo cunculil<strong>la</strong>nte.<br />

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