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El martillo y la hoz y otros cuentos - Isliada

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NARRATIVA<br />

transparencia y el amor profundo, y comprendiera que es imposible<br />

dejar pasar de <strong>la</strong>rgo a un tipo de mi c<strong>la</strong>se. Compré merme<strong>la</strong>da<br />

de guayaba y queso amarillo. Pasaron <strong>la</strong>s diez y cuarenta y cinco<br />

y Rebeca continuaba ausente. <strong>El</strong> lobo sentía que lo habían enjau<strong>la</strong>do.<br />

Cuando <strong>la</strong> vi pararse en el umbral de <strong>la</strong> puerta, mi cara se<br />

iluminó con una mezc<strong>la</strong> de miedo y alegría. Pero Rebeca era el<br />

desgano con cuerpo de persona. Comencé a sentir que un muro<br />

invisible nos distanciaba. No traté de congraciarme, no traté de<br />

impresionar<strong>la</strong>. No era, definitivamente, un día para el lobo. La<br />

invité a sentarnos en <strong>la</strong> terraza. Dejé a medio cerrar, como siempre,<br />

<strong>la</strong> puerta de <strong>la</strong> calle. Rebeca se desplomó en una sil<strong>la</strong>.<br />

Entonces me dijo que no volvería más, que le era suficiente con<br />

cuatro o cinco sesiones, que nadie era tan bueno como yo para<br />

enseñar matemáticas, que en unas semanas aprendió más conmigo<br />

que en un curso completo con cualquier profesor de su escue<strong>la</strong>,<br />

y me extendió <strong>la</strong> Historia sexual de <strong>la</strong> nación. Está simpático,<br />

profe, pero no entiendo por qué se l<strong>la</strong>ma así. No tomé el libro de<br />

vuelta, le dije que era un regalo, que si no se lo dedicaba era porque<br />

solo el autor debía hacerlo. Mi corazón galopaba. Cerré los<br />

ojos. Se me fue el mundo. No me di cuenta que estaba de rodil<strong>la</strong>s,<br />

vencido frente a Rebeca, como un cristiano pecador ante <strong>la</strong> cruz<br />

redentora. No pude hab<strong>la</strong>r. No me salieron <strong>la</strong>s pa<strong>la</strong>bras. Rebeca<br />

apretó mi cara contra su vientre y yo estreché su cintura. La fui<br />

mordiendo sin hacerle daño. Hundí más mi nariz entre sus piernas<br />

y mis manos se aferraron a sus nalgas. Un olor salvaje y limpio<br />

me provocó escalofríos. Salté y le chupé los <strong>la</strong>bios. Rebeca me<br />

devolvió el impulso con maestría. Quise aspirar su aliento, sorberlo<br />

de un modo tan fuerte que acabara por tragarme hasta sus<br />

vísceras. Me desprendí de su cuerpo y corrí a cerrar <strong>la</strong> puerta de<br />

<strong>la</strong> calle. Volví tembloroso al cuarto. No me atreví a tocar a<br />

Rebeca mientras se desnudaba. La ayudé a <strong>la</strong>nzar al piso <strong>la</strong> sobrecama<br />

de flores y se dejó caer sobre el colchón. Respiró excitada,<br />

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