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El martillo y la hoz y otros cuentos - Isliada

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NARRATIVA<br />

se alborotó el pelo, abrió <strong>la</strong>s piernas igual que en mis fantasías y<br />

se desplegó ante mí un paisaje rosa, carnoso, protegido por un<br />

diminuto campo de vellos castaños. Rebeca esperó que me desnudara<br />

y nos trenzamos en un abrazo. Lamí sus senos firmes, su<br />

axi<strong>la</strong>, su ombligo, los lunares repartidos a lo <strong>la</strong>rgo del vientre,<br />

chupé su sudor, aspiré, penetré…Rebeca pasó al ataque con una<br />

agilidad de matrona. Su inocencia le dio paso libre a una maestra<br />

del arte porno. Dios existía para mí esa mañana. Jamás estuvo mi<br />

verga tan hermosamente recta, tan bárbara y eficaz sobre el<br />

campo de batal<strong>la</strong>. Al despedirnos, Rebeca me prometió que volvería<br />

a <strong>la</strong> semana siguiente. Esperé aturdido. No pude concentrarme<br />

en algo que no fuera mi última batal<strong>la</strong> de sexo. Rebeca cumplió<br />

su promesa. Pero su cara estaba mustia. Le pregunté si tenía<br />

algún malestar o si habían descubierto nuestra re<strong>la</strong>ción. Juró que<br />

nadie sospechaba ni sospecharía. Nos arrancamos <strong>la</strong> ropa y acabamos<br />

en el piso, gozando sobre <strong>la</strong>s mesas, <strong>la</strong>s sil<strong>la</strong>s, <strong>la</strong> cama...<br />

Cien veces <strong>la</strong> penetré por donde quise y Rebeca gimió sin temor<br />

a que <strong>la</strong> escucharan. ¡Ay, Rebeca, Mi Carmencita, mi trigueñita<br />

fogosa del segundo piso! Entonces ocurrió lo inesperado: un hilo<br />

de sangre comenzó a escurrirse entre sus muslos hasta manchar <strong>la</strong><br />

sábana. Al darse cuenta, rompió a llorar. No es nada, muchacha,<br />

intenté explicarle. Pero Rebeca lloró sin consuelo. No es nada,<br />

Rebeca, eso le pasa a cualquier mujer, cambiamos <strong>la</strong> sábana y<br />

punto. Si tú no quieres, paramos por hoy, le dije con el temor de<br />

que quisiera parar. Pero el l<strong>la</strong>nto de Rebeca tomó altura y el sexto<br />

sentido me ordenó silencio. Entonces se puso de pie y vi que el<br />

hilo de sangre le llegaba hasta el tobillo. Rebeca se fue descalza<br />

hasta el baño y se sentó en <strong>la</strong> taza del inodoro. Al pararme frente<br />

a el<strong>la</strong>, estaba ya convencido que no era <strong>la</strong> menstruación <strong>la</strong> causa<br />

de su l<strong>la</strong>nto. Le entregué un cubo con agua, un jabón y una toal<strong>la</strong><br />

limpia, revisé en el botiquín, saqué un pedazo de algodón y se lo<br />

di con el blúmer. Regresé al cuarto. La mancha de sangre se había<br />

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