El martillo y la hoz y otros cuentos - Isliada
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LITERATURA POLICIAL<br />
siguieron velándolo. ¿Qué coño miraban? A lo mejor los girasoles<br />
gigantes. Se detuvo a ojear dos o tres vidrieras y espió <strong>la</strong> esquina.<br />
Los agentes reanudaron el diálogo y le quitaron <strong>la</strong> vista.<br />
Cuando llegó a <strong>la</strong> iglesia, el sudor le corría de <strong>la</strong> espalda a <strong>la</strong>s<br />
pantorril<strong>la</strong>s. La vida colocaba trampas, entrecruzaba los caminos.<br />
¿La vida o Dios? Daba igual, alguien torcía <strong>la</strong>s cosas e impedía su<br />
flujo normal, inventaba el dolor y se gozaba en <strong>la</strong> tragedia. <strong>El</strong>egía<br />
a hombres como él y los utilizaba como instrumentos ¿Con qué<br />
fin? Dios sabría. Muchas cosas no tenían explicación, y buscar<strong>la</strong><br />
significaba perder el juicio, descreer, confundirse.<br />
Dos mujeres rezaban de<strong>la</strong>nte y un hombre detrás. Una tercera<br />
aguardaba junto al altar. Demasiadas personas, tendría que esperar<br />
<strong>la</strong> hora del cierre y ve<strong>la</strong>r que ninguna devota fanática se quedara<br />
rondando. Debía de ser adentro, los demás lugares engendraban<br />
mayores complicaciones. Se persignó y respiró profundo.<br />
Sin levantar <strong>la</strong> vista, se arrodilló a los pies de <strong>la</strong> cruz y colocó los<br />
girasoles. Se misericordioso, Señor, tu hijo viene a ti humilde y<br />
confundido. No quiero profanar tu casa, solo hago mi trabajo.<br />
Pronunció nueve Padre Nuestro y un Ave María, ni más ni menos.<br />
Se retiró a <strong>la</strong>s últimas fi<strong>la</strong>s, cerca del hombre que tenía <strong>la</strong> cabeza<br />
apoyada en el asiento. Parecía dormido o borracho, vestía mal.<br />
Pobre diablo, pensó.<br />
La iglesia no demoró en despejarse, solo quedaba el hombre,<br />
que seguía inmutable. <strong>El</strong> cura salió del confesionario y él se le<br />
ade<strong>la</strong>ntó.<br />
—Necesito unos minutos, padre, no demoraré.<br />
Miró de sos<strong>la</strong>yo al Cristo y entró persignándose. <strong>El</strong> confesor<br />
no lo reconoció hasta que empezó a hab<strong>la</strong>r:<br />
—Debo matar a un desdichado...<br />
Sacó el silenciador y lo fue enroscando sin ganas. Tuvo que<br />
secarse el sudor de <strong>la</strong> cara, contro<strong>la</strong>r <strong>la</strong>s manos, tomar fuerzas<br />
para seguir hab<strong>la</strong>ndo. Pensó en el hombre de <strong>la</strong> última fi<strong>la</strong>, <strong>la</strong><br />
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