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Librodot En busca del tiempo perdido I Marcel ... - Biblioteca Virtual

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Del trasero de un perro se enamorica,<br />

y llega a parecerle cosa bonica…<br />

Cuando su nieto tenía un leve constipado de cabeza, por la<br />

noche, en vez de acostarse y aunque no estuviera bien, se marchaba a<br />

ver si necesitaba algo, y andaba cuatro leguas, para volver antes de<br />

amanecer a la hora de su faena; pero ese mismo amor a los suyos y el<br />

deseo de asegurar la futura grandeza de su casa se traducía, en su<br />

política con los otros criados, por una máxima constante, que<br />

consistió en no dejarlos introducirse en el cuarto de mi tía, al que no<br />

dejaba acercarse a nadie, muy orgullosamente, llegando hasta<br />

levantarse cuando estaba mala, para dar el agua de Vichy a mi tía, antes<br />

que permitir a la moza el acceso al cuarto de su ama. Y como ese<br />

himenóptero observado por Fabre, la abeja excavadora, que para<br />

que sus pequeñuelos tengan carne fresca que comer después de su<br />

muerte, apela a la anatomía en socorro de su crueldad, y hiere a los<br />

gorgojos y arañas capturados, con gran saber y habilidad, en el centro<br />

nervioso que rige el movimiento de las patas, sin dañar otra función<br />

vital, de modo que el insecto paralizado, junto al cual pone sus huevos,<br />

ofrezca a las larvas que vengan carne dócil, inofensiva, incapaz de<br />

huir o resistirse, y completamente fresca, Francisca hallaba, para<br />

servir su permanente voluntad de hacer la casa imposible a todo<br />

criado, agudezas tan sabias e implacables, que muchos años más<br />

tarde nos enteramos de que si comimos aquel verano espárragos<br />

casi a diario, fue porque el olor de ellos ocasionaba a la pobre moza<br />

encargada de pelarlos ataques de asma tan fuertes, que tuvo que acabar<br />

por marcharse.<br />

Pero, desgraciadamente, la opinión que nos merecía<br />

Legrandin tenía que cambiar mucho. Uno de los domingos siguientes a<br />

aquel encuentro en el Puente Viejo, que sacó a mi padre de su<br />

error, al acabar la misa, cuando con el sol y el rumor de fuera entraba<br />

en la iglesia una cosa tan poco sagrada que la señora de Goupil, la<br />

señora de Percepied (todas las personas, que al llegar yo momentos<br />

antes, después de empezada la misa, siguieron absortas en su rezo, los<br />

ojos bajos, y yo habría creído que no me veían si no hubieran empujado<br />

con el pie el banquito que me estorbaba el paso a mi silla),<br />

empezaban a hablar con nosotros en alta voz, como si<br />

estuviéramos ya en la plaza, vimos en el deslumbrante umbral <strong>del</strong><br />

pórtico, y dominando el abigarrado tumulto <strong>del</strong> mercado, a<br />

Legrandin; el marido de la señora con quien lo viéramos aquel otro día<br />

estaba presentándole en aquel momento a la mujer de otro rico<br />

terrateniente de allí cerca. <strong>En</strong> la cara de Legrandin pintábanse<br />

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