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Librodot En busca del tiempo perdido I Marcel ... - Biblioteca Virtual

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que me empujaba más rápidamente hacia allí, cuando inflaba mi<br />

vela con su brisa, potente, nueva y propicia. Pero si ese deseo de que se<br />

me apareciese una mujer añadía a los encantos de la Naturaleza un<br />

punto más de exaltación, en cambio, los encantos de la Naturaleza<br />

daban amplitud a lo que hubiera podido tener de mezquino el encanto<br />

de la mujer. Parecíame que la belleza de los árboles era su belleza, y,<br />

que con su beso me revelaría el alma de esos horizontes, <strong>del</strong> pueblo de<br />

Roussainville, de los libros que estaba leyendo aquel año, y como mi<br />

imaginación cobraba fuerzas al contado con mi sensualidad, y mi<br />

sensualidad se difundía por todos los dominios de la imaginación,<br />

resultaba que mi deseo no tenía límites. Y era también que .como<br />

sucede en esos momentos de ensoñación que tenemos en el campo,<br />

cuando la acción de la costumbre está en suspenso, y nuestras<br />

nociones abstractas de las cosas, apartadas a un lado, y creemos<br />

con profunda fe en la originalidad, en la vida individual <strong>del</strong> lugar<br />

en que estamos. La moza que pasaba y excitaba mi deseo<br />

parecíame que era no un ejemplar cualquiera de ese tipo general, la<br />

mujer, sino un producto necesario y natural <strong>del</strong> suelo aquel. Porque en<br />

aquella época toda lo que no era yo mismo, la tierra y los seres se me<br />

figuraba más precioso y más importante, dotado de más veraz<br />

existencia que a un hombre ya hecho. Y no separaba las personas de la<br />

tierra. Sentía deseo por una moza de Méséglise o de Roussainville, por<br />

una pescadora de Balbec, como sentía deseo por Méséglise y por<br />

Balbec. Y no hubiera creído ya en el placer que podrían darme, no me<br />

hubiera parecido tan cierto ese placer, si hubiera modificado a mi<br />

antojo las condiciones en que se ofrecía. <strong>En</strong> París, una pescadora de<br />

Balbec o una moza de Méséglise eran una concha que yo no había visto<br />

en la playa, y un helecho que yo no cogí en el bosque; y conocerlas allí<br />

hubiera sido quitar <strong>del</strong> placer que me diera la mujer todos aquellos con<br />

que la envolviera mi imaginación. Pero vagar así por los bosques de<br />

Roussainville, sin una moza a quien besar, era no conocer el<br />

tesoro oculto de ese bosque, su más honda belleza. Esa muchacha que<br />

yo me representaba siempre rodeada de verdor era también como<br />

una planta local de más elevada especie que las demás, y cuya<br />

estructura me dejaría sentir, mucho más de cerca que en las otras, el<br />

sabor profundo de la tierra aquella. Me lo creía con más facilidad<br />

(como me creía que las caricias con que me revelara ese sabor serían<br />

de una clase especial, cuyo placer sólo ella podía procurarme)<br />

porque estaba todavía en esa edad en que aun no hemos abstraído el<br />

gozo de poseer a las mujeres de las personas que nos le ofrecieron, y<br />

aun no se lo ha reducido a una noción general que nos haga considerar<br />

desde entonces a las mujeres como los instrumentos intercambiables<br />

<strong>Librodot</strong> <strong>En</strong> <strong>busca</strong> <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong> <strong>perdido</strong> I <strong>Marcel</strong> Proust<br />

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