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Librodot En busca del tiempo perdido I Marcel ... - Biblioteca Virtual

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impaciencia y de aburrimiento al ver cómo el sol arrastraba hasta mi<br />

pupitre un dorado resplandor, invitación a esa fiesta, a la que yo no iba<br />

a poder llegar antes de las tres, porque a esa hora venía Francisca a<br />

<strong>busca</strong>rme a la salida y nos encaminábamos hacia los Campos Elíseos<br />

por calles decoradas de luminosidad, llenas de gente, donde había<br />

casas con balcones vaporosos, abiertos por el sol y que flotaban<br />

<strong>del</strong>ante de las casas como nubes de oro. Llegábamos a los Campos<br />

Elíseos; Gilberta no estaba; no había ido aún. Me quedaba quieto<br />

en la pradera, que cobraba vigor nuevo con un sol invisible que hacía<br />

rebrillar de cuando en cuando la punta de una hierbecilla, y en la que<br />

estaban posados unos pichones, como esculturas antiguas que el<br />

jardinero desenterrara con su azada; me quedaba quieto, con los ojos<br />

clavados en el horizonte, en la esperanza de ver aparecer, de un<br />

momento a otro, la imagen de Gilberta con su institutriz por detrás de la<br />

estatua, que aquel día parecía ofrecer el niño que llevaba en<br />

brazos y chorreaba todo luz, a la bendición <strong>del</strong> sol. La señora<br />

que leía los Debates, sentada en un sillón, en el sitio de siempre,<br />

saludaba a un guarda con ademán amistoso, y le decía: .Vaya un<br />

<strong>tiempo</strong> más hermoso, ¿eh?.. Y cuando la mujer de las sillas se<br />

acercó para cobrarle su asiento, la señora hizo mil tonterías, colocando<br />

el billetito de perra gorda en la abertura de su guante, como si fuera un<br />

ramillete que deseaba poner, por atención hacia el donante, en el sitio<br />

que más le pudiera halagar. Y cuando ya estaba el recibito<br />

alojado, la dama imponía a su cuello una evolución circular, se<br />

arreglaba bien el boa y lanzaba a la de las sillas, al mismo <strong>tiempo</strong> que<br />

le mostraba el pico de papel amarillo que sumaba en su muñeca,<br />

la hermosa sonrisa con que una mujer indica a un joven que mire el<br />

ramo que lleva en el pecho, diciéndole: .¿Qué, conoce usted mis rosas?<br />

Yo me llevaba a Francisca hacia el Arco de Triunfo, para<br />

salir al encuentro de Gilberta, pero no la encontrábamos, y me volvía<br />

hacia la pradera, convencido de que ya no vendría, cuando al llegar a<br />

los caballitos, la chiquilla de la voz breve se lanzaba sobre mí:<br />

-Vamos, vamos, Gilberta hace ya más de un cuarto de<br />

hora que está aquí. Se va a marchar en seguida y le estamos a usted<br />

esperando para empezar la partida.. Mientras subía yo por la Avenida<br />

de los Campos Elíseos, Gilberta había llegado por la calle de<br />

Boissy d´Anglas, porque la institutriz había aprovechado el buen<br />

<strong>tiempo</strong> para hacer unas compras; el señor Swann iba a ir a <strong>busca</strong>r a su<br />

hija.<br />

De modo que la culpa era mía; yo hice mal en alejarme de la<br />

pradera, porque nunca se sabía por que lado iba a llegar Gilberta, si<br />

<strong>Librodot</strong> <strong>En</strong> <strong>busca</strong> <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong> <strong>perdido</strong> I <strong>Marcel</strong> Proust<br />

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