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Librodot En busca del tiempo perdido I Marcel ... - Biblioteca Virtual

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A un lado de su cama había una cómoda amarilla de madera de<br />

limonero, mueble que participaba de las funciones de botiquín y altar;<br />

junto a una estatuita de la virgen y una botella de Vichy<br />

Célestins había libros de misa y recetas <strong>del</strong> médico, todo lo necesario<br />

para seguir desde el lecho los oficios religiosos y el régimen, y para que<br />

no se pasara la hora de la pepsina ni la de vísperas. Al otro lado de la<br />

dama extendíase la ventana, y así tenía la calle a la vista, y podía leer<br />

desde la mañana hasta por la noche, para no aburrirse, al modo de los<br />

príncipes persas, la crónica diaria, pero inmemorial, de Combray,<br />

crónica que luego comentaba con Francisca.<br />

Apenas estaba cinco minutos con mi tía, me mandaba que me<br />

fuera, por temor a cansarse. Ofrecía a mis labios su frente pálida y fría,<br />

que en aquellas horas tempranas aun no tenía puestos los postizos, y en<br />

la cual se transparentaban los huesos como las puntas de una corona de<br />

espinas o las cuentas de un rosario, y me decía:<br />

«Anda, hijo mío, ve a vestirte para ir a misa; y si ves por ahí a<br />

Francisca dile que no se entretenga mucho con vosotros y que suba<br />

pronto a ver si necesito algo».<br />

Porque, en efecto, Francisca, que estaba a su servicio hacía<br />

muchos años, y que no sospechaba entonces que algún día habría de<br />

pasar al nuestro, descuidaba un poco a mi tía los meses que<br />

pasábamos allí. Hubo una época de mi infancia, antes de que fuéramos<br />

a Combray, cuando mi tía pasaba los inviernos en París en casa de su<br />

madre, en que yo conocía a Francisca, tan vagamente, que el día<br />

primero de año, antes de entrar en casa de mi tía, mamá me ponía<br />

en la mano un duro y me decía: «Y ten cuidado de no equivocarte.<br />

Espera para dárselo a que me oigas decir: buenos días, Francisca, y al<br />

mismo <strong>tiempo</strong> te daré un golpecito en el brazo». Apenas llegábamos al<br />

oscuro recibimiento de mi tía, veíanse en la sombra, y bajo los<br />

cañones de una cofia brillante, tiesa y frágil, como si fuera de<br />

azúcar hilado, los remolinos concéntricos de una sonrisa de gratitud<br />

anticipada. Era Francisca, de pie e inmóvil en el marco de la puertecita<br />

<strong>del</strong> corredor como una estatua de un santo en su hornacina. Conforme<br />

iba uno acostumbrándose a aquellas tinieblas de iglesia, leíanse en su<br />

rostro los sentimiento de amor desinteresado a la Humanidad y de<br />

tierno respeto a las clases sociales acomodadas, exaltado en las mejores<br />

regiones de su corazón por la esperanza <strong>del</strong> aguinaldo. Mamá me<br />

pellizcaba violentamente en el brazo y decía con voz fuerte: «Buenos<br />

días, Francisca». Y a esta señal yo soltaba el duro, que iba a caer en una<br />

mano confusa, pero tendida. Pero desde que íbamos a Combray, a nadie<br />

conocía yo mejor que a Francisca; nosotros éramos sus favoritos y le<br />

inspirábamos, al menos los primeros años, tanta consideración como mi<br />

<strong>Librodot</strong> <strong>En</strong> <strong>busca</strong> <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong> <strong>perdido</strong> I <strong>Marcel</strong> Proust<br />

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