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Librodot En busca del tiempo perdido I Marcel ... - Biblioteca Virtual

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dolorosamente cerca de mí condensada con el nombre de Gilberta, por<br />

dos veces: en el atajo de Combray y en la pradera artificial de los<br />

Campos Elíseos. Esos días anunciaba ella de antemano que no iría; si<br />

era por sus estudios, decía:<br />

-¡Qué lata, mañana no puedo venir, vais a jugar y yo no estaré<br />

aquí!., con aire de pena que me consolaba un poco; pero, en cambio,<br />

cuando estaba invitada a alguna casa, y yo sin saberlo le preguntaba si<br />

vendría a jugar al día siguiente, me contestaba: .Confío en que no. Creo<br />

que mamá me dejará ir a casa de mi amiga.. Por lo menos esos días ya<br />

sabía que no iba a verla, mientras que otras veces su madre se la llevaba<br />

de improviso a hacer compras, y al otro día decía Gilberta: .¡Ah!,<br />

sí; salí con mamá., como si eso fuera una cosa tan natural y no<br />

la mayor desgracia posible para cierta persona. También había que<br />

contar los días de mal <strong>tiempo</strong>, cuando su institutriz, que tenía miedo al<br />

agua, no la llevaba a los Campos Elíseos.<br />

Así que, cuando el cielo estaba dudoso, yo, desde la mañana, no<br />

dejaba de mirar arriba y me fijaba en todos los presagios. Si veía a la<br />

señora de enfrente junto a la ventana poniéndose el sombrero, me decía<br />

yo: .Esa señora va a salir, de modo que hace <strong>tiempo</strong> de salir; ¿por qué<br />

no va a hacer Gilberta lo que esta señora? Pero cada vez se ponía<br />

más nublado, y mi madre decía que, aunque todavía podía<br />

arreglarse el <strong>tiempo</strong>, si salía un poco el sol, lo más probable era que<br />

lloviese; y si llovía, ¿para qué ir a los Campos Elíseos? <strong>En</strong> cuanto<br />

acabábamos de almorzar, yo no separaba mis ansiosas miradas <strong>del</strong><br />

cielo, anubarrado e incierto. Seguía nublado.<br />

Por detrás de los cristales veíase un balcón gris. Y de pronto, en<br />

su tristón piso de piedra, observaba yo no un color menos frío, sino un<br />

esfuerzo por lograr un color menos frío, la pulsación de un rayo<br />

de sol, vacilante, que quería dar libertad a su luz. Un instante después la<br />

piedra palidecía, espejeando como un agua matinal, y mil reflejos de<br />

los hierros de la baranda venían a posarse en el suelo.<br />

Dispersábalos un soplo de viento y se ennegrecía otra vez la piedra;<br />

pero, como si estuvieran domesticados, retornaban los reflejos; la<br />

superficie pétrea empezaba otra vez a blanquearse<br />

imperceptiblemente, y con uno de esos crescendos continuos de la<br />

música que al final de una obertura conducen una nota hasta el<br />

fortísimo supremo, haciéndola pasar rápidamente por todos los<br />

grados intermedios, veía yo cómo la piedra llegaba al oro inalterable,<br />

fijo, de los días buenos, oro en el que se destacaba la recordada sombra<br />

<strong>del</strong> adorno historiado de la balaustrada, en negro como una<br />

vegetación caprichosa, con tal tenuidad en la <strong>del</strong>ineación de los<br />

menores detalles, que <strong>del</strong>ataba la satisfacción de un artista que ha<br />

<strong>Librodot</strong> <strong>En</strong> <strong>busca</strong> <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong> <strong>perdido</strong> I <strong>Marcel</strong> Proust<br />

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