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Librodot En busca del tiempo perdido I Marcel ... - Biblioteca Virtual

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algo que había ocurrido, no había ocurrido para mí; el interés de la<br />

lectura, mágico como un profundo sueño, había engañado a mis<br />

alucinados oídos, borrando la áurea campana de la azulada superficie<br />

<strong>del</strong> silencio. ¡Hermosas tardes de domingo, pasadas bajo el castaño <strong>del</strong><br />

jardín de Combray; tardes de las que yo arrancaba con todo cuidado los<br />

mediocres incidentes de mi existencia personal, para poner en lugar<br />

suyo una vida de aventuras y de aspiraciones extrañas, en el seno de<br />

una región regada por vivas aguas; todavía me evocáis esa vida cuando<br />

pienso en vosotras; esa vida que en vosotras se contiene, porque la<br />

fuisteis cercando y encerrando poco a poco mientras que yo progresaba<br />

en mi lectura e iba cayendo el calor <strong>del</strong> día en el cristal sucesivo, de<br />

lentos cambiantes, y atravesado de follaje, de vuestras horas<br />

silenciosas, sonoras, fragantes y limpias!<br />

A veces, arrancábame de mi lectura, desde mediada la tarde, la<br />

hija <strong>del</strong> jardinero, que corría como una loca, volcando la maceta <strong>del</strong><br />

naranjo, hiriéndose en un dedo, rompiéndose un diente, y chillando:<br />

«Ahí están, ahí están», para que Francisca y yo acudiéramos y no<br />

perdiéramos nada <strong>del</strong> espectáculo. Eran los días en que, con motivo de<br />

maniobras de guarnición, los soldados pasaban por Combray, tomando<br />

generalmente por la calle de Santa Hildegarda.<br />

Mientras que nuestros criados, sentados en fila en sus sillas,<br />

fuera de la verja, contemplaban a los paseantes dominicales de<br />

Combray y se ofrecían a su admiración, la hija <strong>del</strong> jardinero veía de<br />

pronto por el hueco que quedaba entre las dos casas lejanas <strong>del</strong> paseo<br />

de la Estación, el brillar de los cascos. Los criados entraban en seguida<br />

las sillas, porque cuando los coraceros desfilaban por la calle de<br />

Santa Hildegarda la llenaban en toda su anchura, y el galope de los<br />

caballos pasaba rasando las casas y sumergiendo las aceras, como<br />

ribazos que ofrecen lecho escaso a un torrente desencadenado.<br />

-Pobres hijos míos .decía Francisca en cuanto llegaba a la verja,<br />

llorando ya.. ¡Pobres muchachos! Los segarán como la hierba. Sólo al<br />

pensarlo no sé qué siento .añadía poniéndose la mano en el corazón,<br />

que es donde había sentido ese no sé qué.<br />

-Da gusto, ¡eh!, señora Francisca, ver a esos mozos que no<br />

tienen apego a la vida .decía el jardinero para sacarla de sus casillas.<br />

Y no lo decía en vano:<br />

-No tener apego a la vida! <strong>En</strong>tonces, a qué se va a tener apego ?<br />

La vida es lo único que Dios no da dos veces. ¡Ay, Dios mío; pero sí<br />

que es verdad que no le tienen aprecio! Los vi el año 70, y en esas<br />

malditas guerras ya no tienen miedo a la muerte. Son locos; nada más<br />

que locos. Y no valen un ochavo; no son hombres, son leones. (Para<br />

<strong>Librodot</strong> <strong>En</strong> <strong>busca</strong> <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong> <strong>perdido</strong> I <strong>Marcel</strong> Proust<br />

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