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Librodot En busca del tiempo perdido I Marcel ... - Biblioteca Virtual

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entre las flores y la piedra negruzca en que se apoyaban, aunque mis<br />

ojos no percibían ningún intervalo, mi alma distinguía un abismo.<br />

Reconocíase la torre <strong>del</strong> campanario de San Hilario desde muy<br />

lejos, inscribiendo su fisonomía inolvidable en un horizonte donde<br />

todavía no asomaba Combray; cuando en la semana de Resurrección, la<br />

veía mi padre, desde el tren que nos llevaba de París, corriendo por<br />

todos los surcos <strong>del</strong> cielo y haciendo girar en todas direcciones su<br />

veleta, que era un gallo de hierro, nos decía: «Vamos, coged las<br />

mantas, que ya hemos llegado». Y en uno de los grandes paseos que<br />

dábamos estando en Combray, había un sitio en que el estrecho camino<br />

iba a desembocar en una gran meseta cuyo horizonte cerrábalo la<br />

dentada línea de unos bosques, y por encima de ellos asomaba<br />

únicamente la fina punta de la torre de San Hilario, tan sutil, tan rosada,<br />

que parecía una raya hecha en el cielo con una uña, con la intención de<br />

dar a aquel paisaje, todo de naturaleza, una leve señal de arte, una única<br />

indicación humana. Cuando se acercaba uno y se veía el resto de la<br />

torre cuadrada y medio derruida, que menos alta que la <strong>del</strong><br />

campanario, aun subsistía junto a ella, sorprendía ante todo el tono<br />

sombrío y rojizo de la piedra; en las brumosas mañanas de otoño,<br />

elevándose por encima <strong>del</strong> tormentoso color violeta de los viñedos,<br />

hubiérase dicho que era una ruina purpúrea, <strong>del</strong> color casi de la viña<br />

virgen.<br />

Muchas veces, al pasar por la plaza, de vuelta <strong>del</strong> paseo, mi<br />

abuela me hacía pararme para contemplar el campanario. De las<br />

ventanas de la torre, colocadas de dos en dos, unas encima de otras, con<br />

esa justa y original proporción en las distancias que no sólo da belleza<br />

y dignidad a los rostros humanos, soltaba, dejaba caer a intervalos<br />

regulares bandadas de cuervos, que durante un instante daban vueltas<br />

chillando, como si las viejas piedras que los dejaban retozar sin verlos;<br />

al parecer, se hubieran tornado de pronto inhabitables, y exhalando un<br />

germen de agitación infinita los hubieran pegado y echado de allí. Y<br />

después de haber rayado en todas direcciones el terciopelo morado <strong>del</strong><br />

aire, se calmaban de pronto y volvían a absorberse en la torre, que de<br />

nefasta se había convertido en propicia, y unos cuantos, plantados aquí<br />

y allá, parecían inmóviles, cuando estaban, quizá, atrapando a algún<br />

insecto en la punta de una torrecilla, lo mismo que gaviota quieta,<br />

inmóvil, con la inmovilidad <strong>del</strong> pescador, en la cresta de una ola. Sin<br />

saber muy bien porqué, mi abuela apreciaba en la torre de San<br />

Hilario esa falta de vulgaridad, de pretensión y de mezquindad que la<br />

inclinaba a querer y a considerar como ricos en benéfica influencia a la<br />

naturaleza siempre que la mano <strong>del</strong> hombre no la hubiera, como la de<br />

nuestro jardinero, empequeñecido. y a las obras geniales.<br />

<strong>Librodot</strong> <strong>En</strong> <strong>busca</strong> <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong> <strong>perdido</strong> I <strong>Marcel</strong> Proust<br />

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