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Librodot En busca del tiempo perdido I Marcel ... - Biblioteca Virtual

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Eulalia era una muchacha coja y sorda, muy activa, que se había<br />

«retirado», a la muerte de la señora de la Bretonnerie, en cuya casa<br />

estaba colocada desde niña, y que alquiló una habitación junto a la<br />

iglesia; y se pasaba el día bajando y subiendo de su casa al<br />

templo, ya a las horas de los oficios, ya fuera de ellas, para rezar un<br />

poquito o para echar una mano a Teodoro; lo restante <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong> lo<br />

consagraba a visitar enfermos, como mi tía Leoncia, a los que contaba<br />

todo lo que había pasado en misa o en las vísperas. No despreciaba la<br />

ocasión de añadir algún pequeño ingreso a la parva renta que le pasaba<br />

la familia de sus antiguos señores, yendo de cuando en cuando a cuidar<br />

de la lencería <strong>del</strong> señor cura o de otra personalidad notable <strong>del</strong> mundo<br />

clerical de Combray. Llevaba un manto de paño negro y una papalina<br />

blanca, casi de monja: una enfermedad de la piel dio a una parte de sus<br />

mejillas y a su nariz corva los tonos de color rosa vivo de la balsamina.<br />

Sus visitas eran la gran distracción de mi tía Leoncia, y las únicas<br />

que recibía, aparte de las <strong>del</strong> señor cura. Mi tía había ido<br />

deshaciéndose poco a poco de los demás visitantes, porque a sus ojos<br />

incurrían todos en el defecto de pertenecer a una de las dos categorías<br />

de personas que detestaba.<br />

Unas, las peores y aquellas de quienes antes se deshizo, eran las<br />

que le aconsejaban que no «se hiciera caso», y profesaban, aunque<br />

fuera negativamente y sin manifestarlo más que con ciertos silencios de<br />

desaprobación o sonrisa incrédulas, la subversiva doctrina de que un<br />

paseíto por el sol y un buen bistec echando sangre (¡a ella que<br />

conservaba catorce horas en el estómago dos malos tragos de agua de<br />

Vichy!) le probarían más que la cama y los medicamentos. Formaban la<br />

otra categoría personas que, al parecer, la creían más enferma de lo que<br />

estaba, o tan enferma como ella, aseguraba estar.<br />

Así que aquellas personas a quienes se permitió subir, después<br />

de grandes vacilaciones y gracias a las oficiosas instancias de<br />

Francisca, y que en el curso de su visita mostraron cuán indignos eran<br />

<strong>del</strong> favor que se les había hecho, arriesgando tímidamente un: «¿No le<br />

parece a usted que si anduviera un poco, cuando el <strong>tiempo</strong> sea<br />

bueno...?», o que, por el contrario, al decirles ella: «Estoy muy mal,<br />

muy mal, esto se acaba», le contestaron: «Sí, cuando no se tiene salud.<br />

Pero aun puede usted tirar así mucho <strong>tiempo</strong>», estaban seguros,<br />

tanto unos como otros, de no ser recibidos nunca más. Y si Francisca se<br />

reía de la cara de susto que ponía mi tía al ver venir, desde su cama, por<br />

la calle <strong>del</strong> Espíritu Santo, a una de aquellas personas, o al oír un<br />

campanillazo, se reía todavía más, como de una buena jugarreta,<br />

de las argucias siempre triunfantes de mi tía para que se volvieran sin<br />

entrar y de la cara desconcertada <strong>del</strong> visitante que se marchaba sin<br />

<strong>Librodot</strong> <strong>En</strong> <strong>busca</strong> <strong>del</strong> <strong>tiempo</strong> <strong>perdido</strong> I <strong>Marcel</strong> Proust<br />

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