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Librodot En busca del tiempo perdido I Marcel ... - Biblioteca Virtual

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en este mundo. Pero por mucho que la regocijara el hecho de que<br />

el desconcertado visitante ignorara que los sábados almorzábamos<br />

antes, aun le parecía más cómico (simpatizando en el fondo con esa<br />

estrecha patriotería) que a mi padre no se le ocurriera que el<br />

bárbaro podía ignorarlo, y contestara, sin más explicaciones, a su<br />

asombro, al vernos ya sentados a la mesa:<br />

-¡Pero, hombre, es sábado!. Y cuando Francisca llegaba a este<br />

punto <strong>del</strong> relato, tenía que secarse lágrimas de risa, y para acrecer su<br />

regocijo, prolongaba el diálogo, inventaba una respuesta <strong>del</strong> visitante a<br />

quien aquella <strong>del</strong> .sábado. no decía nada. Y muy lejos de quejarnos de<br />

sus adiciones, todavía nos sabían a poco, y le decíamos:<br />

-Me parece que dijo algo más. La primera vez que lo contó<br />

usted era más largo.<br />

Y hasta mi tía dejaba su labor, y alzando la cabeza,<br />

miraba por encima de sus lentes.<br />

Tenía además el sábado otra cosa de notable, y es que en el mes<br />

de mayo los sábados íbamos, después de cenar, al mes de María..<br />

Como allí solíamos encontrarnos al señor Vinteuil, muy severo<br />

para con .esa lamentable casta de jóvenes descuidados, con ideas de la<br />

época actual., mi madre se cuidaba mucho de que nada flaqueara en<br />

mi porte exterior, y nos marchábamos a la iglesia.<br />

Recuerdo que fue en el mes de María cuando empecé a tomar<br />

cariño a las flores de espino. <strong>En</strong> la iglesia, tan santa, pero donde<br />

teníamos derecho a entrar, no sólo estaban posadas en los altares,<br />

inseparables de los misterios en cuya celebración participaban, sino que<br />

dejaban correr entre las luces y los floreros santos sus ramas atadas<br />

horizontalmente unas a otras, en aparato de fiesta, y embellecidas aún<br />

más por los festones de las hojas, entre las que lucían,<br />

profusamente sembrados, como en la cola de un traje de novia, los<br />

ramitos de capullos blanquísimos. Pero sin atreverme a mirarlas<br />

más que a hurtadillas, bien sentía que aquellos pomposos atavíos<br />

vivían y que la misma Naturaleza era la que, al recortar aquellos<br />

festones en las hojas y añadirles la suprema gala de los blancos<br />

capullos, elevaba aquella decoración al rango de cosa digna de lo<br />

que era regocijo popular y solemnidad mística a la vez. Más arriba<br />

abríanse las corolas, aquí y allá, con desafectada gracia, reteniendo con<br />

negligencia suma, como último y vaporoso adorno, el ramito de<br />

estambres, tan finos como hilos de la Virgen, y que les prestaban una<br />

suave veladura; y cuando yo quería seguir e imitar en lo hondo de mi<br />

ser el movimiento de su fluorescencia, lo imaginaba como el cabeceo<br />

rápido y voluble de una muchacha blanca, distraída y vivaz, con mirar<br />

de coquetería y pupilas diminutas. El señor Vinteuil venía a sentarse<br />

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