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LA FASCINACION DEL MAL

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20 / María Susana Cipolletti y Fernando Payaguaje<br />

en una fogata objetos de cerámica cerca de la casa, o en el camino a la<br />

chacra. Esta “fijación” hizo que mi conocimiento de primera mano de<br />

la selva - y lo que es mucho peor, de las actividades de subsistencia -<br />

fuera sumamente limitado. En charlas con colegas se me hacía evidente<br />

mi ignorancia con respecto a muchas de sus experiencias, como por<br />

ejemplo mi escasa participación en la vida cotidiana de las mujeres.<br />

Aunque era conciente de estas deficiencias, la certidumbre de estar perdiendo<br />

numerosas esferas de la vida secoya nunca me llevó a dudar que<br />

las conversaciones con Fernando tenían preeminencia.<br />

En su casa se encontraban numerosos objetos de la ergología tradicional<br />

(esteras, canastos etc.), que él y su esposa seguían confeccionando<br />

para su uso personal. La atmósfera que reinaba se diferenciaba<br />

de otras casas en que, aquí los niños se limitaban a escuchar en silencio,<br />

mientras que en otras casas hacían preguntas e interrumpían al narrador.<br />

Fernando fumaba grandes cigarros que hacía con hojas del tabaco<br />

que cultivaba en su chacra y que guardaba en los intersticios de las hojas<br />

de palmera encimadas del techo de la casa (mis cigarrillos nunca despertaron<br />

su interés). La suavidad de su trato y su serena manera de relatar<br />

dejaba paso a una mímica vivaz cuando contaba relatos sobre asesinatos<br />

de shamanes malvados (véase Cipolletti 1985: 307 s.).<br />

Por mi parte, entre esta relación y una relación amorosa existen<br />

ciertas similaridades. Así como el primer “flechazo” implica pasión y<br />

conversaciones extensas, el desarrollo de una relación va dejando paso<br />

también a largos silencios, a breves palabras. Mis primeras estadías en<br />

San Pablo estaban tan marcadas por la curiosidad y el entusiasmo, que<br />

luego de algunas semanas mi tono de interrogación se me hacía insoportable<br />

(y la paciencia de los secoya para contestar a mis preguntas<br />

volvía siempre a sorprenderme). La última vez que nos encontramos,<br />

Fernando oía muy poco, y no me sintió llegar. Sus nietos, que habían<br />

sido excelentes traductores, se habían casado, tenían hijos pequeños y<br />

más obligaciones que en años anteriores. Varias veces nos quedamos<br />

solos, entendiéndonos a través de mis mal pronunciadas palabras secoya<br />

y sus pocas palabras castellanas. Acostados en hamacas colgadas<br />

paralelamente, hablamos un poco y nos quedamos dormidos, lo cual<br />

hubiera sido inconcebible unos años atrás: Fernando ya no tenía la<br />

energía anterior para hablar ni yo tampoco tenía necesidad de hacerle

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