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LA FASCINACION DEL MAL

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EPILOGO<br />

Cuando en septiembre de 1995 visité nuevamente a los secoya,<br />

había transcurrido un año desde la muerte de Fernando. Al saber de mi<br />

llegada, su nieto Marcelino fue a esperarme al aeropuerto de Lago<br />

Agrio (lo que nunca había hecho antes) y me saludó con estas palabras:<br />

“Usted va a encontrar sólo su tumba”. Cuando llegamos a San Pablo, sus<br />

familiares, al vemre, lloraron desconsoladamente: así como Fernando<br />

se había ido convirtiendo, con el paso del tiempo, en el motivo principal<br />

de mi estadía en San Pablo, su familia lo había interpretado del<br />

mismo modo; por lo menos, mi presencia les recordaba inexorablemente<br />

a Fernando: Esta estadía estuvo para sus familiares y para mí<br />

marcada por la impronta de su ausencia, y nos aferrábamos a su<br />

recuerdo, recordándonos mutuamente episodios y vivencias compartidas<br />

en los “viejos tiempos”.<br />

El fallecimiento de un intelectual, de una destacada personalidad,<br />

es para sus coetáneos una pérdida considerable, incluso para quienes<br />

no lo conocieron directamente. Esta sensación de pérdida irremediable<br />

es mayor aún en el caso de sociedades pequeñas numéricamente,<br />

en las que cada individuo conoce a la totalidad de las personas que<br />

la componen. Un fallecimiento significa en ellas la muerte del más próximo.<br />

Y en el caso de que esta personalidad fuera vista por su entorno<br />

como el conocedor más cabal de las tradiciones religiosas y uno de los<br />

más sabios shamanes vivientes, puede imaginarse qué vacío producirá<br />

su desaparición en el círculo de su familia y sus aliados.<br />

Bajando en canoa el río Aguarico, una media hora antes de llegar<br />

a San Pablo, se pasa por la orilla derecha la aldea de Campo Eno,<br />

reconocible desde lejos por los techos de las viviendas y algunas canoas<br />

atadas en la orilla. Esta vez apenas ví una que otra canoa y muy pocas

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