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LA FASCINACION DEL MAL

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La fascinación del mal: Historia de vida de un Shamán Secoya / 235<br />

Continuidad y cambio, que hemos visto hasta aquí conformados<br />

en un amplio espectro de fenómenos, se reflejan también en pequeños,<br />

pero expresivos hechos. Cuando fuimos con algunos miembros de la<br />

familia a visitar la tumba de Fernando, cruzamos un platanal, distinto<br />

a todos los que yo había visto hasta entonces: bajo el reflejo del sol, que<br />

alcanzaba a filtrarse entre los intersticios del follaje, relucían una gran<br />

cantidad de plantas jóvenes, con tiernas hojas de color verde claro. Los<br />

bananeros habían sido propiedad de Fernando, y a su muerte, sus<br />

parientes los habían destruído a machetazos hasta el cogollo, tal como<br />

debe hacerse con los cultivos que pertenecían a un muerto. Cuando, en<br />

relación con las prácticas mortuorias se nos habla de “destruir, terminar”,<br />

tendemos a concebir una devastación total, que produce la destrucción<br />

absoluta de un objeto. Pero esto no es así: nuevos brotes crecen<br />

sin cesar, y ya no serán cortados. Así, son una revitalización de las<br />

viejas plantas y, al mismo tiempo, nuevas plantas.<br />

La época posterior, sin la presencia de Fernando, trajo aparejados<br />

otros cambios. Si en los años anteriores, era Reinaldo, el yerno de<br />

Fernando y padre de Jorge y Marcelino, de quienes recibía atenciones<br />

muy valoradas (como regalarnos frutos o parte de la carne de monte<br />

que había obtenido en la cacería), ahora eran ellos, ya casados y con<br />

hijos, quienes habían tomado esta responsabilidad. Sobre todo mi relación<br />

con Marcelino tuvo un desarrollo especial, debido a diferentes circunstancias,<br />

que relatamos a continuación.<br />

Unos años antes, Marcelino me había pedido el grabador y<br />

casettes, para grabar a algunos shamanes de los secoya del Perú, parientes<br />

de su esposa Amalia, que había nacido allá y con la que iba a hacer<br />

un viaje para visitar a sus familiares. Más tarde me envió dos casettes<br />

por intermedio de un viajero, que supuse era todo lo que había grabado.<br />

En esta suposición se escondía cierta pedantería de mi parte, pues<br />

pensé que Marcelino se cansaría pronto de la tarea. Cuando volví a San<br />

Pablo, Marcelino vino a visitarme trayendo un contenedor de plástico<br />

con tapa en el que guardaba unos veinte casettes, producto de aquella<br />

estadía. Durante la siguientes semanas desgrabamos y comentamos<br />

gran parte de ellos.<br />

Los cambios en la vida de la aldea eran evidentes: esta vez trabajamos<br />

frente a una mesa que apenas se bamboleaba, frente a nosotros

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