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tercer libro Cincuenta sombras liberadas

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—Gracias —murmuro intentando centrar mi atención en sus indicaciones para encontrar los ascensores. Miestómago se retuerce otra vez y casi echo a correr hacia ellos.Por favor, que esté bien; por favor, que esté bien…El ascensor es agónicamente lento porque para en todas las plantas. ¡Vamos, vamos! Deseo que vaya másrápido y miro con el ceño fruncido a la gente que entra y sale y que está evitando que llegue al lado de mipadre.Por fin las puertas se abren en el <strong>tercer</strong> piso y salgo disparada para encontrarme otro mostrador derecepción, este lleno de enfermeras con uniformes azul marino.—¿Puedo ayudarla? —me pregunta una enfermera con mirada miope.—Estoy buscando a mi padre, Raymond Steele. Acaban de ingresarle. Creo que está en el quirófano 4. —Incluso mientras digo las palabras desearía que no fueran ciertas.—Deje que lo compruebe, señorita Steele.Asiento sin molestarme en corregirla mientras ella comprueba con eficiencia en la pantalla del ordenador.—Sí. Lleva un par de horas en el quirófano. Si quiere esperar, les diré que está usted aquí. La sala deespera está ahí. —Señala una gran puerta blanca identificada claramente con un letrero de gruesas letrasazules que pone: SALA DE ESPERA.—¿Está bien? —le pregunto intentando controlar mi voz.—Tendrá que esperar a que uno de los médicos que le atiende salga a decirle algo, señora.—Gracias —digo en voz baja, pero en mi interior estoy gritando: «¡Quiero saberlo ahora!».Abro la puerta y aparece una sala de espera funcional y austera en la que están sentados el señor Rodríguezy José.—¡Ana! —exclama el señor Rodríguez. Tiene el brazo escayolado y una mejilla con un cardenal en unlado. Está en una silla de ruedas y veo que también tiene una escayola en la pierna. Le abrazo con cuidado.—Oh, señor Rodríguez… —sollozo.—Ana, cariño… —dice dándome palmaditas en la espalda con la mano sana—. Lo siento mucho —farfulla y se le quiebra la voz ya de por sí ronca.Oh, no…—No, papá —le dice José en voz baja, regañándole mientras se acerca a mí. Cuando me giro, él me atraehacia él y me abraza.—José… —digo. Ya estoy perdida: empiezan a caerme lágrimas por la cara cuando toda la tensión y lapreocupación de las últimas tres horas salen a la superficie.—Vamos, Ana, no llores. —José me acaricia el pelo suavemente. Yo le rodeo el cuello con los brazos ysollozo. Nos quedamos así durante un buen rato. Estoy tan agradecida de que mi amigo esté aquí… Nosseparamos cuando Sawyer llega para unirse a nosotros en la sala de espera. El señor Rodríguez me pasa unpañuelo de papel de una caja muy convenientemente colocada allí cerca y yo me seco las lágrimas.—Este es el señor Sawyer, miembro del equipo de seguridad —le presento.Sawyer saluda con la cabeza a José y al señor Rodríguez y después se retira para tomar asiento en unrincón.—Siéntate, Ana. —José me señala una de los sillones tapizados en vinilo.

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