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tercer libro Cincuenta sombras liberadas

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—Oh.—Sí, oh. Así que ahora voy a pasar algo de tiempo de calidad con mi mujer. —Se humedece los labios y leda un sorbo al café.—¿Tiempo de calidad? —No puedo evitar la esperanza que se refleja en mi voz.La señora Jones me sirve los huevos revueltos. Sigue sin poder ocultar la sonrisa.Christian sonríe burlón.—Tiempo de calidad —repite y asiente.Tengo demasiada hambre para seguir flirteando con mi marido.—Me alegro de verte comer —susurra. Se levanta, se inclina y me da un beso en el pelo—. Me voy a laducha.—Mmm… ¿Puedo ir y enjabonarte la espalda? —murmuro con la boca llena de huevo y tostada.—No. Come.Se levanta de la barra y, mientras se encamina al salón, se quita la camiseta por la cabeza, ofreciéndome lavisión de sus hombros bien formados y su espalda desnuda. Me quedo parada a medio masticar. Lo ha hechoa propósito. ¿Por qué?Christian está relajado mientras conduce hacia el norte. Acabamos de dejar a Ray y al señor Rodríguezviendo el fútbol en la nueva televisión de pantalla plana que sospecho que ha comprado Christian para lahabitación del hospital de Ray.Christian ha estado tranquilo desde que tuvimos «la charla». Es como si se hubiera quitado un peso deencima; la sombra de la señora Robinson ya no se cierne sobre nosotros, tal vez porque yo he decidido dejarlair… o quizá porque ha sido él quien la ha hecho desaparecer, no lo sé. Pero ahora me siento más cerca de élde lo que me he sentido nunca antes. Quizá porque por fin ha confiado en mí. Espero que siga haciéndolo. Yahora también se muestra más abierto con el tema del bebé. No ha salido a comprar una cuna todavía, perotengo grandes esperanzas.Le miro mientras conduce y saboreo todo lo que puedo esa visión. Parece informal, sereno… y sexy con elpelo alborotado, las Ray-Ban, la chaqueta de raya diplomática, la camisa blanca y los vaqueros.Me mira, me pone la mano en la rodilla y me la acaricia tiernamente.—Me alegro de que no te hayas cambiado.Me he puesto una chaqueta vaquera y zapatos planos, pero sigo llevando la minifalda. Deja la mano ahí,sobre mi rodilla, y yo se la cubro con la mía.—¿Vas a seguir provocándome?—Tal vez.Christian sonríe.—¿Por qué?—Porque puedo.Sonríe infantil.—A eso podemos jugar los dos… —susurro.Sus dedos suben provocativamente por mi muslo.

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