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tercer libro Cincuenta sombras liberadas

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—No puede ser todo un juego. Eres muy filantrópico.Se encoge de hombros y sé que cada vez está más incómodo.—Tal vez en cuanto a algunas cosas —concede en voz baja.—Me encanta el Christian filantrópico —murmuro.—¿Solo ese?—Oh, también el Christian megalómano, y el Christian obseso del control, y el Christian experto en elsexo, y el Christian pervertido, y el Christian romántico y el Christian tímido… La lista es infinita.—Eso son muchos Christians.—Yo diría que unos cincuenta.Ríe.—<strong>Cincuenta</strong> Sombras —dice contra mi pelo.—Mi <strong>Cincuenta</strong> Sombras.Se mueve, me echa la cabeza hacia atrás y me da un beso.—Bien, señora <strong>Cincuenta</strong> Sombras, vamos a ver qué tal va lo de su padre.—Vale.—¿Podemos dar una vuelta en el coche?Christian y yo estamos otra vez en el R8 y me siento vertiginosamente optimista. El cerebro de Ray havuelto a la normalidad; la inflamación ha desaparecido. La doctora Sluder ha decidido que mañana ledespertará del coma. Dice que está muy satisfecha con sus progresos.—Claro —me dice Christian sonriendo—. Es tu cumpleaños. Podemos hacer lo que tú quieras.¡Oh! Su tono me hace girarme para mirarle. Sus ojos se han oscurecido.—¿Lo que yo quiera?—Lo que tú quieras.¿Cuántas promesas se pueden encerrar en solo cuatro palabras?—Bueno, quiero conducir.—Entonces conduce, nena. —Me sonríe y yo también le respondo con una sonrisa.Mi coche es tan fácil de manejar que parece que estoy en un sueño. Cuando llegamos a la interestatal 5piso el acelerador, lo que hace que salgamos disparados hacia atrás en los asientos.—Tranquila, nena —me advierte Christian.Mientras conducimos de vuelta a Portland se me ocurre una idea.—¿Tienes algún plan para comer? —le pregunto a Christian.—No. ¿Tienes hambre? —Parece esperanzado.—Sí.—¿Adónde quieres ir? Es tu día, Ana.—Ya lo sé…Me dirijo a las cercanías de la galería donde José exhibe sus obras y aparco justo en la entrada delrestaurante Le Picotin, adonde fuimos después de la exposición de José.

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