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La bruja negra

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—Venga, Maga, debe de estar equivocada —dice Fernyllia en tono conciliador,

pero en sus ojos brilla una dura advertencia—. Estoy segura de que Bleddyn e Iris no

han pretendido hacerle ningún daño.

—¡Me han pegado y me han amenazado!

—No, Maga —me corrige Fernyllia—, usted ha tropezado.

Me la quedo mirando con la boca abierta, estupefacta. Son un frente unido contra

mí.

La cabeza empieza a darme vueltas e intento pensar qué puedo hacer. Podría ir en

busca del rector y acusarlos a todos. Pero primero tengo que salir de allí de una pieza.

—¿Por qué no se toma el resto de la noche libre, Maga Gardner? —me ofrece

Fernyllia, en un tono ligeramente imperativo—. Instálese. Su turno de mañana

comienza a las quince horas.

La tristeza y el cansancio se tragan mi rabia, y empiezo a verlo todo borroso por

detrás de las lágrimas.

Cojo mis documentos, que me está tendiendo Fernyllia, y le lanzo una mirada

acusadora a Yvan.

Está muy tenso, ahora no me mira, y tiene las manos en las caderas y los dientes

apretados, dejando clara su lealtad.

Contra mí.

Las lágrimas amenazan con empezar a salir a borbotones, les doy la espalda a

todos y me voy.

Me tambaleo mientras avanzo llorando por la calle y me esfuerzo por encontrar la

Torre Norte.

Cobijo. Eso es lo único que quiero. Un sitio donde dormir y esconderme hasta

mañana, cuando pueda encontrar a mis hermanos y conseguir ayuda.

El odio que he visto en los ojos de Yvan me resuena en la cabeza, pero cuanto

más me alejo de la cocina mejor me siento.

Fuera las nubes cada vez son más finas y ahora parecen miles de serpientes que se

desplazan muy despacio y ocultan parcialmente la luna. Recorro las callejuelas

serpenteantes del campus universitario y paso junto a los grupitos de desconocidos

ataviados con capas, dejo atrás el edificio del Gremio de Tejedores y después cruzo

algunos campos húmedos, mientras noto cómo el aire frío y la enérgica caminata me

van relajando poco a poco.

Algunos de los campos son pastos para las ovejas, que están agrupadas junto a los

comederos, mientras que otros son para los caballos que aguardan pegados a los

enormes establos.

Una vez pasado todo eso me paro un momento y contemplo un extenso campo

estéril cubierto de maleza y desierto. Se oye silbar el viento.

La Torre Norte está justo delante de mí.

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