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La bruja negra

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Y lo veo, justo en la mitad de la escalinata de la catedral: el pájaro blanco. Cruza

la plaza volando y aterriza justo detrás de la estatua de mi abuela.

Corro hasta la estatua y la rodeo muy despacio en busca del pájaro. En cuanto me

acerco, el enorme monumento de mármol me tapa la vista de la catedral. Me detengo

bajo su sombra, atrapada en ella.

El suave rugido de los truenos agita el silencio como un delicado redoble de

tambor.

Y allí se alza mi abuela, más larga que la vida, con mis idénticos rasgos

esculpidos por el cincel de un maestro, que ha representado cada pliegue de su falda

agitada por el viento con todo detalle, es tan real que tengo la sensación de poder

alargar la mano y mover la tela. Tiene el brazo izquierdo levantado con elegancia por

encima de la cabeza y está apuntando con la varita directamente a un ícaro que

aguarda tendido a sus pies con una mueca de agonía en el rostro.

Desde el ángulo donde estoy parece que en lugar de apuntar al ícaro con la varita

me esté apuntando a mí.

Las nubes se desplazan sobre su cabeza en dirección a la iglesia generando la

ilusión de que es ella quien las mueve al tiempo que inclina la cabeza en un gesto

acusador, como si me estuviera observando, estudiando una copia fraudulenta de sí

misma.

«Jamás podrás ser como yo».

El pájaro blanco asoma la cabeza por encima del hombro de mi abuela y me

sobresalta, veo la expresión alarmada de su mirada. Mueve la cabeza de un lado a

otro a modo de advertencia, como si un pájaro pudiera hacer un gesto tan humano.

De pronto, una fuerte mano huesuda me tapa la boca. Un brazo me rodea por la

cintura y me inmoviliza los codos con mucha fuerza. Me desplomo de espaldas sobre

un cuerpo duro y percibo un olor asqueroso, como a carne podrida.

El miedo me asalta con retraso, como el dolor que vacila un momento cuando

tocas algo tan caliente que te quema. Reacciono y se me desboca el corazón cuando

una burlona voz nasal de hombre me susurra al oído:

—No te molestes en gritar, Bruja Negra. No te va a oír nadie.

Forcejeo como una loca tratando de soltarme del brazo que me inmoviliza, le

pateo, pero es demasiado fuerte. No puedo liberarme, ni darme la vuelta para ver el

rostro de mi atacante.

Ahora los truenos son más insistentes y el aire sopla con más fuerza; la tormenta

sigue acercándose a la catedral.

Grito desesperada con la boca pegada a su mano y paseo la vista por la plaza en

busca de ayuda. Pero no hay nadie.

Una segunda figura sale de las sombras de entre dos edificios cercanos y se

acerca a mí con unas piernas enfermizamente delgadas. Es calvo y va desnudo de

cintura para arriba, tiene la piel pálida y consumida y se le ven tantas cicatrices por el

pecho y los brazos que parece que haya recibido un montón de latigazos; contrae el

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