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La bruja negra

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Desesperada, me pongo a parlotear sobre el tiempo, lo que he comido, y comento

cualquier tontería que se me ocurre que pueda despertar su interés mientras las

trabajadoras uriscas pasan por nuestro lado tan atareadas como siempre.

—… y mi tía Vyvian me ha enviado vestidos nuevos. Creo que se siente culpable

de tenerme viviendo con ícaras. —Meto los trocitos de nabo en un gran cuenco de

madera—. Me ha sorprendido mucho recibir su regalo —continúo—. Creo que está

intentando convencerme con ayuda de regalos ya que el método del castigo no le está

funcionando. Me he puesto uno hoy. ¿A que es bonito?

El vestido es muy bonito, toda la seda negra del vestido está salpicada de

delicadas flores de guayaco bordadas en azul marino.

Yvan deja de picar nabos y se queda ahí plantado con el cuchillo recién afilado en

la mano.

—¿Qué? —pregunta entornando los ojos con rabia.

«Por fin una respuesta. Increíble». Aunque no es exactamente la que esperaba.

—Mi vestido —repito con tono agradable—. ¿A que los bordados son preciosos?

Yvan deja el cuchillo con cuidado encima de la mesa y gira la silla en mi

dirección.

—No —contesta indignado—. Me parece asqueroso.

Le miro parpadeando asombrada. Noto una punzada de dolor mezclado con

indignación y se me acalora el rostro. Le miro con dureza.

—A veces tu encanto es abrumador, ¿sabes?

—Esa ropa se ha hecho con la sangre y el sudor de los esclavos —continúa con

un tono sarcástico señalando mi vestido.

—¿Qué dices? —contesto—. La tía Vyvian lo compró en una tienda de Valgard.

—¿Tienes idea de quién confecciona en realidad tus elegantes vestidos de seda?

—No… no, no lo sé, pero…

Se inclina hacia mí con actitud agresiva y yo me encojo un poco intimidada.

—Esos bordados tan intrincados los hicieron trabajadoras uriscas. En las islas

Fae. La mayoría son niñas. Trabajan prácticamente a cambio de nada. Y si intentan

protestar les pegan.

«Está mintiendo. Tiene que ser mentira. Solo trata de ser desagradable».

Le miro indignada y me muerdo el labio con nerviosismo, pero su mirada

furibunda no flaquea ni un ápice, y tengo la arrolladora e incómoda sensación de que

me está diciendo la verdad.

—Yo… no lo sabía —respondo a la defensiva.

—Tú no quieres saberlo. Ninguno de vosotros quiere saberlo —me contesta—.

Así que no, no me gusta tu vestido. Creo que tú y tu vestido sois asquerosos.

Siento una aguda punzada de dolor en la sien y sus palabras me encogen el

estómago, se me clavan en el corazón y se me saltan las lágrimas. Es cruel y

despiadado. ¿Por qué cambia tanto para ser desagradable conmigo? ¿Y por qué dejo

que me afecte?

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