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La bruja negra

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Cuando llega al fin, Yvan me ignora por completo, ni siquiera me mira cuando se

coloca a mi lado y empieza a lavar platos y cazuelas con un cepillo de cerdas ásperas.

Al final mira en mi dirección y cuando me ve aparece un breve destello de sorpresa

en sus ojos antes de volver a concentrarse en las cacerolas.

Sé que me estoy poniendo colorada, imagino lo que debe de estar pensando. Y me

preparo para que vuelva a meterse conmigo.

—No he dejado de llevar mi ropa por ti —le explico un poco incómoda y

enfadada, todavía se nota el daño que me hizo el día anterior—. Me da igual lo que

pienses de mí.

Vuelve a mirarme con su habitual intensidad silenciosa mientras friega la cacerola

que tiene delante con energía.

—Le pregunté al profesor Kristian si era verdad lo que me habías dicho —le

explico con tono defensivo, la verdad es que no quiero que Yvan piense que tiene

alguna influencia sobre mí—. Me dijo que sí, así que decidí que prefería llevar mi

ropa anterior, la ropa con la que crecí. Estoy más cómoda así. Ese es el verdadero

motivo por el que me he cambiado.

Yvan deja de fregar un momento y se queda mirando la pared que tenemos

delante, se le tensan los músculos de la cara y el cuello. Suspira, vuelve a

concentrarse en el trabajo y dice:

—Estás mejor así.

Me sobresalto. «¿Un cumplido de Yvan?».

Me siento conmovida por sus palabras y noto una oleada de calor que se extiende

por mi cuerpo. Su voz, cuando no está enfadado o irritado, es grave y

sorprendentemente amable.

Le miro de reojo mientras él sigue clavando los ojos en la pared de delante.

Vuelvo al despacho del profesor Kristian unos días más tarde porque las preguntas se

están multiplicando en mi cabeza como una camada de conejos. Estoy hambrienta de

respuestas, quiero saber la verdad sobre cualquier cosa.

El profesor parpadea varias veces cuando me ve entrar en el despacho y alza las

cejas en un gesto que parece de sorpresa al darse cuenta de que he venido a buscarlo

otra vez. Se inclina hacia delante y mira en dirección al pasillo por el que he venido,

quizá esperando ver a alguna otra persona allí. Cuando no ve a nadie vuelve a

reclinarse en la silla de su escritorio y me mira con aire reflexivo.

Una sombra le cruza el rostro una y otra vez y se pone tenso.

—Te pareces mucho a tu padre —comenta. Carraspea poniéndose tenso—. Y a tu

abuela, claro.

Le miro y parpadeo sorprendida.

—¿Conocía a mi padre?

Adopta una expresión cautelosa.

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