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La bruja negra

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Prólogo

El bosque es precioso.

Los árboles son mis amigos, noto cómo me sonríen.

Yo voy dando saltitos, pateando la pinaza seca, canturreando por lo bajo,

siguiendo de cerca los pasos de mi tío Edwin, que se va volviendo de vez en cuando,

me sonríe y me anima a que le siga.

Tengo tres años.

Nunca nos habíamos adentrado tanto en el bosque y estoy muy emocionada. En

realidad, casi nunca paseamos por el bosque. Y el tío Edwin solo me ha traído a mí.

Ha dejado a mis hermanos en casa, lejos.

Me esfuerzo por seguirle los pasos saltando por encima de las raíces enroscadas y

agachándome por debajo de las ramas que cuelgan de lo alto.

Después de un buen rato, se detiene en un claro soleado en las entrañas del

bosque.

—Ven, Elloren —dice mi tío—, tengo una cosa para ti.

Clava una rodilla en el suelo, se saca un palo del bolsillo de la capa y lo deja en

mi minúscula mano.

«¡Un regalo!».

Es un palo especial: ligero y liviano. Cierro los ojos y en mi mente aparece una

imagen del árbol al que pertenece, muy grande y con muchas ramas, iluminado por la

luz del sol y enraizado en la arena. Abro los ojos y lo hago rebotar en mi mano: es

ligero como una pluma.

Mi tío se saca una vela del bolsillo del pantalón, se levanta y la deja encima del

tocón que tenemos al lado.

—Tienes que coger el palo así, Elloren —me indica con delicadeza agachándose,

y posa la mano sobre la mía.

Yo le miro un poco preocupada.

«¿Por qué le tiembla la mano?».

Aprieto un poco más el palo y me esfuerzo por hacer lo que me pide.

—Muy bien, Elloren —dice con paciencia—. Ahora voy a pedirte que digas unas

palabras divertidas. ¿Podrás hacerlo?

Asiento con énfasis. Claro que sí. Haría cualquier cosa por mi tío Edwin.

Página 9

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