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La bruja negra

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las enormes uves de gansos que graznan a los lejos.

«Volad mientras podáis. Se acerca el invierno».

—¿Qué tal van las cosas con las ícaras? —me pregunta un día Aislinn en clase de

Química.

Ya ha pasado una semana desde el asesinato de la gallina de Ariel, y mi existencia

en la Torre Norte sigue siendo tensa pero silenciosa. Mis moretones y cortes están

casi curados gracias a los cuidados del médico personal del sacerdote Simitri y un

potente linimento curativo que me preparé en el taller de farmacia.

—Solo voy a dormir —le explico a Aislinn—. Y Ariel está muy callada. Se pasa

el tiempo tumbada. No me habla. No me mira. —Miro por el laboratorio de Química

casi vacío y bajo la voz mientras empiezan a entrar los demás estudiantes—. Aunque

parece que le gusta la gallina que le robé.

—¿Crees que es seguro estar con ella? —pregunta Aislinn preocupada.

—No lo sé. —Saco una hoja de pergamino, la pluma y el tintero—. Wynter

siempre está con ella. Parece que consigue relajarla.

Wynter y yo cada vez hablamos más, aunque intento darle espacio, no quiero que

me lea la mente. A su vez, ella también intenta no tocarme. Orbitamos la una

alrededor de la otra con educación. Aunque cada vez siento más curiosidad por ella y

busco excusas para pasar por su lado cuando dibuja. Ya no espera a que me duerma

para dibujar y cuando no me ve echo vistazos a sus precisos dibujos que,

básicamente, son de Ariel y la gallina o de arqueros élficos.

—Ya casi nunca veo a Ariel, salvo en la Torre Norte —le digo a Aislinn—. Pero

apareció en clase de Mates hace unos días.

Aislinn me mira asombrada.

—Me tomas el pelo.

Niego con la cabeza.

—Me llevé una gran sorpresa.

—¿Qué pasó? —pregunta, y yo empiezo a explicarle la historia.

Yo me estaba sentando tranquilamente mientras el profesor Mago Klinmann escribía

rítmicamente en la pizarra y la lluvia repicaba en las ventanas. Mi profesor de

Matemáticas es gardneriano, y me parece agradable. Pero es complicado tenerle

cariño a un hombre tan rígido. Siempre soy incómodamente consciente del brillo de

cruel acritud que arde en sus ojos verdes cuando mira a alguien de otra raza.

Acababa de colocar sobre la mesa la pluma, la tinta y el papel, cuando percibí un

jadeo colectivo procedente de los estudiantes gardnerianos que me rodeaban. Levanté

la cabeza de la mesa.

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