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La bruja negra

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Vogel asoma por encima de mí, con las manos extendidas sobre mi cabeza. Tiene

los ojos cerrados y entona una plegaria en la lengua antigua. En mi mente se proyecta

la imagen de unas alas de ícaro oscuras y un montón de árboles muertos que me

provoca un escalofrío salvaje.

El sacerdote que está al lado de Vogel está balanceando una esfera dorada llena de

incienso colgada de una cadena muy larga. De los agujeros de la esfera emana un olor

acre que me quema la nariz y siento náuseas.

Vogel tiene los ojos cerrados, pero yo puedo sentir su mirada.

Echo está sentada a mi lado cogiéndome de la mano.

—¿Qué está haciendo? —pregunto todavía conmocionada.

Esto no puede estar pasando. Estoy atrapada en una pesadilla. Nada de esto puede

ser real.

—Silencio, Elloren —me susurra con amabilidad. Me estrecha la mano en un

gesto solidario—. Has mirado a un ícaro a los ojos. Y eso te ha contaminado el alma.

El sacerdote Vogel está haciendo un exorcismo para eliminar la mancha.

Noto cómo me arde la herida que el ícaro me ha hecho con las uñas en la muñeca.

—Quiero que venga mi tío —gimoteo mientras empiezan a resbalarme algunas

lágrimas por las mejillas.

Me siento perdida entre todos esos desconocidos y me asusta la idea de necesitar

un ritual de purificación.

Y me asusta Vogel.

Mi tía está en la puerta acompañada de dos sacerdotes más, un par de ancianos

con el pelo blanco. Hablan por lo bajo con expresiones serias.

Me tapo la cara con las manos y empiezo a llorar. Mi temblor empeora a causa del

incesante parloteo de Vogel, que me está poniendo nerviosa con su distante canturreo

y la sensación de su oscuro vacío. Lloro cuando los cantos cesan y el oscuro vacío

desaparece, y solo oigo de lejos que Lukas está pidiendo permiso para quedarse un

momento a solas conmigo.

La estancia se queda en silencio.

—Elloren, mírame.

Me sobresalto al oír la firme voz de Lukas y al sentir el contacto de su fuerte

mano sujetándome del brazo. Me enderezo y me aparto las manos llenas de lágrimas

de los ojos.

Ha clavado una rodilla en el suelo y su cabeza está a la misma altura que la mía,

me mira con los ojos llenos de fuego.

—Ya basta.

La aspereza de su tono me sume en un silencio asombrado.

Reprimo las lágrimas; no me gusta cómo me está tratando. ¿Acaso no estaba allí?

¿Es que no vio a esas… cosas? Una oleada de ira oscura se apodera de mí y el miedo

se convierte en enfado.

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