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La bruja negra

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La noche siguiente no dejo de pensar atormentada en la situación de Tierney y

Marina mientras vigilo varias ollas a la vez en la cocina de leña, y las voy

removiendo por turnos, sin prestar mucha atención a los demás trabajadores, que se

ocupan de sus cosas a mi alrededor.

Mi desesperación enseguida se convierte en rabia.

«Sacaremos a Tierney —juro desafiante—. No sé cómo, pero lo haremos. Y

encontraremos la piel de Marina y la llevaremos a casa. Estoy segura de que Gareth

podrá ayudarnos».

Remuevo el guiso con más energía.

«Y nos aseguraremos de que los gardnerianos tengan un dragón militar menos».

Yvan entra en la cocina y se arrodilla para cargar de leña la cocina de al lado

esforzándose por no saludarme en público. «Se esfuerza demasiado», pienso con

desánimo. Le miro de reojo para ver si le molesta el hierro. Lo hace todo muy rápido,

abre la portezuela pero no toca la manecilla de hierro más tiempo del necesario,

aunque no parece que le duela ni que le provoque ninguna aversión.

Mi concentración en los movimientos de Yvan se evapora cuando mi hermano

Trystan entra de pronto en la cocina. Lleva su pesada capa de invierno y la mochila

colgada del hombro. Preocupados por la aparición de un gardneriano desconocido, las

trabajadoras uriscas y celtas se afanan por evitarnos y buscan otras cosas que hacer en

la otra punta de la cocina lo más alejadas de nosotros que pueden, incluso fuera.

—Tengo un regalo para Yvan —anuncia Trystan susurrando encantado.

Mi hermano está sonriendo. No es una sonrisa irónica, sino una de verdad,

completamente triunfal. No creo que le haya visto sonreír así en toda mi vida. Trystan

mira a Yvan y después mira hacia la puerta con discreción.

Yo sigo a Trystan en silencio, e Yvan sale poco después.

Se reúne con nosotros debajo del candil que cuelga junto a la puerta trasera de la

cocina, y los tres nos apiñamos en aquel frío soltando nubes de aliento por la boca.

Trystan alarga la mano y la abre, como si fuera una flor saludando al sol. En la

palma de la mano tiene la punta de flecha élfica hecha pedazos. Muchos.

Resoplo.

—Pero ¿cómo? —balbucea Yvan como si estuviera viendo un espejismo

milagroso—. Pensaba que no podrías romperlo…

—Pues sí que se puede romper —dice Trystan con astucia—, si lo congelas

primero.

La comprensión le ilumina la cara a Yvan. Qué simple. Qué evidente.

En los ojos de Trystan reluce un brillo oscuro y travieso.

—No sé vosotros dos —susurra sin dejar de sonreír—, pero a mí me apetece

romper unas cuantas jaulas.

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