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1 PORTADA COLOMBIA HOY - Comunidad Andina

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internacionales. El encarcelamiento del realizador Carlos Alvarez lo convirtió en símbolo<br />

mundial de una expresión artística amordazada y durante mucho tiempo sólo su nombre<br />

(y poco después los de Martha Rodríguez y Jorge Silva), fueron considerados cine<br />

colombiano legítimo. Si el cine de Alvarez puede ser visto fundamentalmente como<br />

coyuntural, Martha Rodríguez y Jorge Silva siguieron con el suyo un camino propio de<br />

reflexión antropológica y política, un cine de observación y paciente respeto de la<br />

realidad, que terminó en ocasiones produciendo imágenes fuertes e inviolables.<br />

Particularmente “Chircales” (1967/72) y “Nuestra voz de tierra, memoria y futuro” (1982),<br />

poseen una permanencia humana y estética difícilmente lograda por otros productores<br />

latinoamericanos. Una contrapartida de este cine marginal, más marcado por ciertas<br />

tendencias de vanguardia, fueron los documentales realizados en Cali por Carlos Mayolo<br />

y Luis Ospina. Cintas como “Oiga Vea” (1971), a diferencia del cine marginal bogotano,<br />

observaban críticamente la realidad pero con toque surreal, sarcástico y distanciado.<br />

El cine marginal tuvo un efecto inmediato en las tendencias comerciales: la presión<br />

para obtener del Estado un apoyo a la creación cinematográfica, a partir de la<br />

conciencia, cada vez más clara, de que era imposible hacer un cine colombiano y<br />

competir con los grandes monopolios internacionales de exhibición y distribución sin el<br />

fomento oficial. Surgió de ahí la ley del sobreprecio a las entradas a los cines, con la<br />

obligación de exhibir en cada sesión cortometrajes nacionales. Para algunos esta fue la<br />

ocasión de experimentar, de practicar un lenguaje y de llegar a un público hasta<br />

entonces inaccesible; pero para una gran mayoría (entre ellos el gran monopolio<br />

nacional de exhibición), la nueva ley se convirtió en inesperada fuente de ingresos. La<br />

producción de cortometrajes “de cuota” de ínfima calidad fue enorme, y la junta de<br />

calidad establecida para aprobar su exhibición se demostró incapaz de oponerse a las<br />

presiones de todo tipo. La palabra “película colombiana” se convirtió en maldición para<br />

millones de espectadores, obligados a la fuerza a ver las cosas más ineptas y carentes<br />

de interés.<br />

Un segmento de sobreprecistas produjo incluso un estilo crítico-social, a la vera de<br />

los marginalistas: películas como “Corralejas” de Ciro Durán y Mario Mitrioti (1974); “El<br />

Oro es Triste” de Luis Alfredo Sánchez (1972); “La Patria Boba” de Luis Alfredo Sánchez<br />

(1972) y “El cuento que enriqueció a Dorita” de Luis Alfredo Sánchez (1974), fueron<br />

panfletos de impacto inmediato, que incluso llegaron a ser acogidos por festivales<br />

internacionales, pero cuya entidad se desmoronó en muy poco tiempo. Esta generación<br />

de cineastas, algunos de ellos educados en escuelas de cine del exterior, fueron la<br />

primera generación con que contó luego Focine para la producción de nuevos<br />

largometrajes en Colombia.<br />

Pero antes del establecimiento del fomento estatal al largometraje, gente como<br />

Gustavo Nieto Roa intentó de nuevo la suerte dentro de esquemas puramente<br />

comerciales, empleando para ello figuras popularizadas por los medios, especialmente<br />

la televisión, e historias ligeras cómicas y melodramáticas. El éxito relativo de algunas de<br />

estas películas no compensó el esfuerzo productivo y dejó en claro que la estructura<br />

nacional de distribución y exhibición no es apta ni siquiera para los productos locales

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