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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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su peso colosal y con la pesadumbre que los

embargaba, incapaces de cumplir con el deber

que Su señor les había impuesto.

Ya les he participado a sus mercedes del don

que tenía el ama Gumersinda para ver ánimas.

Era, propiamente, una vedoira. Esa gracia no

le vino al nacer, se la infundieron después, en

el momento preciso del bautismo. El

monaguillo que ayudó en su ablución vivía más

pendiente del vino de consagrar que de los

aceites sacramentales, con lo que no les

extrañe que confundiera los óleos. Cuando el

cura dijo aquello de Yo te bautizo y tal y tal y

le untó la frente, no estaba ungiendo a la

criatura con el Santo Crisma, sino con el aceite

de la Extrema Unción. Y así, con una

despedida para el viaje entre los muertos, fue

bienvenida la niña a este valle de lágrimas. Por

eso veía lo que nadie más.

Pasado el tiempo, el monaguillo se convirtió en

el verdugo de Mondoñedo. La afición que de

mozo le tuvo al vino medró a vicio al madurar,

pero eso no lo convirtió en un alegre

compañero. Unos lo achacaban a su oficio de

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