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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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Los parias que asistían al espectáculo de la

cruel tunda creyeron que Sean Green había

enloquecido del todo, pues se despepitaba

como un poseso y agradecía cada palo que le

caía encima. Algunos, los más desarbolados,

empezaron a corear sus carcajadas, con lo que

cualquier paseante extraviado creería haberse

perdido en los mismísimos corredores de la

casa de salud de Bedlam. Pero sus mercedes,

que conocen las tristes circunstancias de su

vida, entenderán que el joven se llenara de

júbilo desquiciado por la llegada inminente de

La Enjuta, que venía a dar reposo a sus

huesos, aunque su alma no fuera a descansar

nunca.

Entre la bruma de su desvarío y la sangre que

lo cegaba, derramada de su frente abierta,

Sean Green creyó ver que las dos torres de

músculo que flanqueaban a míster Arbogast se

venían abajo como las almenas de Jericó. Y

aún pudo darse cuenta de que eran tan

desaforadas las quejas del garitero —y tan

ciega su concentración en la paliza— que no

vio venir el porrazo que le rompió la nuca

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