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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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renovó en mí el deseo amansado de buscar

venganza. Hasta ese momento, no me había

dado cuenta de la ausencia del morabito.

Tomé un trago de la infusión con los ojos fijos

en los suyos. Tenía churretes en las mejillas,

por el torrente de lágrimas. Terminé mi café

sin apurar el poso y sin dejar de mirarle. Sus

ojos, cansados de llorar, eran de piedra de

Guadarrama, duros, fríos, sombríos. Como una

Furia encarnada, Mustafá me advertía con

ellos: «¡Ay de ti, como su muerte quede sin

reparar!». Ahí mismo caí en la cuenta de que

no sabía de qué había muerto mi padre. Se lo

pregunté a Carmeliña, que me miró con

horror. El mosén, que no me perdía de vista,

me apartó a un rincón. Mustafá se abrazó a la

mujer.

—No quise decírtelo hasta que te despidieras

de él, Yago.

—Han sido los de Estopiñán.

—No eres tan lerdo como para no haberlo

entendido...

—Pues ahora quiero pendejos y señales —la

ira me sacaba la tristeza a puntapiés.

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