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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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brazos. Calculen sus mercedes si no era

milagro: el boudoir, enlosado con mármoles

cantarines de Campanini y empapelado con

bombasí rayado de Holanda, respiraba por un

coqueto balconcillo de forja abierto a la bahía

gaditana. Desde allí, entre geranios y azaleas,

se veían, expectantes y erectas como el nardo

de un novio, las torres de vigía gaditanas.

Cada vez que la brisa entraba en el tocador, la

muselina desvelaba el cuerpo espléndido de la

zamba; cuando la habitación expiraba, la gasa

la cubría hasta que otro céfiro misericordioso

la volvía a destapar. El mosén, artista en lo

suyo, sorbía vino de Pajarete de las profundas

clavículas de Micaela, tal y como un colibrí liba

néctar en la orquídea más abierta y tentadora.

Y mientras su lengua vaciaba aquellas fosas,

sus dedos, ciegos de celos, se abrían paso

entre las rosadas estribaciones de la jugosa

sima.

De súbito, se oyeron voces en el pasillo que

daba al tocador. Cuando el cura reconoció a

los voceadores y entendió sus intenciones,

descabalgó a la venezolana de un empujón y,

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