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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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tan grande como un Campo de Marte; pueden

creer sus mercedes que no menos paradas y

maniobras de artillería se hubieran podido

desplegar sobre su corteza barnizada. El

porteador perdía el resuello, soplando y

resoplando para espantar a los enjambres de

moscas atraídos por el aroma y el brillo de la

vianda.

El mocito, de apodo Morceguiño —por llevar

siempre los ojos entornados y haber nacido

orejón—, tenía un año menos que yo, que por

entonces frisaba los catorce. Lo que a mí me

sobraba de largo de magín, lo tenía él de corto

de vista, por eso lo empleaba de fámulo más

que de compinche. Por eso y porque yo me

había convertido, sin saberlo aún, en un

petulante de tomo y lomo; un pisaverde de

baratillo que, cada vez que salía a la calle, se

ponía la marca a sí mismo, sin necesidad de

verdugo ni de hierros candentes.

La casaca de terciopelo que vestía fue, una

vez, vergel florido, pero cuando yo la hice mía

iba tan sobada como la baraja de un tahúr. Si

me permiten sus mercedes decirlo así, añadiré

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