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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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igual que las almendras que tanto le gustaban;

un crío ansioso, con los labios pegados a la

vitrina como dos babosas emparejadas,

brillantes y húmedos de tanto salivar. Cuántas

veces salió la señora Pilar a correrme por

dejarle babas y dedos en el cristal, que ella

tenía limpio como un sagrario.

¿Qué otro efecto habrían de provocarme las

jarras de horchata y las chocolateras, las

torcidas de pasta de ciruela y los bartolillos de

crema, las empanadillas de cabello de ángel y

los pasteles borrachos, las ristras de tontas y

listas, los mazapanes y los bizcochos de

soletilla y, cómo no, mis almendrados? Lujos

inalcanzables para un hijo del arrabal, salvo

que don Gaspar tuviere la generosidad —que

ya les digo que no la tenía— de financiar mi

vicio, que yo concebía muy venial porque de

sobra sabía que los clérigos no se privaban de

él.

—¿Qué, xiquet? —oí detrás de mí un buen

día— ¿Se nos hace la boca agua?

Sin despegarme del escaparate, firme como un

coselete de los Tercios Viejos, miré de soslayo

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