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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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nuevos; cuanto más me sermoneaban sobre el

progreso que los mercaderes dicen traer al

género humano; cuanto más se enorgullecían

los burgueses de mi ciudad del nuevo palacio

del virrey de Galicia o de la casa de los

Cornide, amplia de fachada y escurrida de

fondo —en eso era bien hidalga—, más cariño

le cogía yo a la colegiata de Santa María del

Campo, con sus torres disparejas y sus

dispares columnas, disparatada toda ella para

los que dibujan la vida a escuadra. Y cuanto

más crecía, más me afincaba yo en ese afecto.

Lo hacía, una pizca, por llevar la contraria; y

otro poco por regocijarme con los gestos de

estupor y furia que mi rebeldía, moza y

arrogante, traía a los semblantes graves de los

clientes ilustrados de don Gaspar. Pero el

grueso del porqué era otro. No sé cuándo

nació en mí el gusto por la penumbra de los

templos viejos. No hablo de ese arte jesuítico y

apabullante que los portugueses llaman

barrueco; sus iglesias —más bien joyeros de

cardenal o de puta veneciana— deberían

ofender al Cielo. Hablo de esotros a los que,

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