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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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palo seco. Pero yo no. Ni era pusilánime

antaño, ni lo soy hogaño. Así que alegré el

gesto y alargué el brazo.

Como recompensa a mi entereza, por el pico

de una paloma dorada —el ave de Afrodita—,

primorosamente unida al cuerpo de la

cafetera, cayó en mi taza un chorro de ébano

fluido. No había terminado el negrillo de

servirme, cuando Paulina estaba lista para

endulzarme el café con una cucharadita de

azúcar. Una, dos, tres vueltas sin parar de

desnudarme con los ojos y el fámulo ya estaba

a su lado con una vasija tallada, colmada de

nata.

Tan espléndida en coquetería como en

esmero, tomó la francesita una generosa

ración de crema y tapó la boca de mi taza

igual que había tapado la mía con su poca

vergüenza. Mesmerizado como un lironcillo

ante el áspid que lo fascina, anulé mi voluntad

para que ella siguiera haciendo la suya. Para

remate, de un bolsillo de su delantal sacó un

frasquito especiero. Así me mostró que tenía el

poder de alterar el orden natural de las cosas,

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