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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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al fin y al cabo, sus dueños venían de los

tugurios más abyectos del arrabal de Santa

Lucía.

De entre todos, me llevaban al colmo de la

repulsión un par de muñecos con más dijes

que una gitana. Me miraban con gesto vicioso,

con el semblante ajado, imposible de disimular

bajo las muchas manos de polvos y coloretes.

Se diría que no atendía su tocador un

peluquero, sino una cuadrilla de albañiles que

les enjalbegaba los caretos. No eran mucho

mayores que yo y, sin embargo, parecían

bujarronas. Pero lo despreciable no era eso,

sino que fueran embutidos en sendos calzones

del color de la piel, tan lejanos de la noción de

pudor como Málaga lo está de Malaca.

La fantasía de comerme una salamandra se

me hace menos repulsiva que la visión de un

mozo criado entre algodones y metido luego a

rufián de opereta o a galancito de burdel.

Nunca se les va el tufo de su crianza

consentida, por mucho que se bañen en

tabacos, valdepeñas y putas. ¡Qué gusto debe

dar lanzarse ufano a la arena del crimen

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