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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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Faltaban unos pasos para alcanzar el

embarcadero cuando se oyó un trueno. Y eso

que el horizonte estaba despejado y sobre

nuestras cabezas se veía el azul.

—¡Vamos, Micaelita, neñina! ¡Por amor de

Cristo! ¡Que no tenemos todo el día!

No podía creer lo que oía, así que levanté la

vista, con la que iba contando los guijarros del

suelo. Allí estaba, negro, apabullante,

omnipresente, atronador, el padre Ramón

Verboso, con los brazos cruzados y

repiqueteando con un pie. Conque esa era mi

flamante gracia: ¡Micaelita! Es verdad que

Armengol no le había puesto nombre a mi

personaje, pero, después de todo, ¿quién

mejor que un sacerdote para bautizarlo a uno?

Y encima con el nombre de una hembra de las

de Bandera Coronela, el de su antigua amante

criolla. ¡Cabrón de cura!

Se preguntarán sus mercedes cómo el ubicuo

confesor estaba allí, en el arenal de La Palloza,

junto al bote que nos habría de conducir hasta

la goleta holandesa. Y cómo no había de estar,

digo yo ahora, metido como andaba en mil

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