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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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después de todo, éramos camaradas. Y lo

fuimos hasta que sentí la presa del valenciano,

la misma con la que un mancebo de

sacamuelas somete al paciente.

El cura posó la taza, tomó la ampolla de aceite

de ricino que le alcanzó Armengol y,

tapándome la nariz, quisieron que abriera la

boca. Pero se confiaron en su número y en su

mucha fuerza, sin prevenir que yo, que

guardaba de mi niñez las mañas de una

anguila, pudiera escabullirme. Y así ocurrió: se

quedaron con la peluca de cabra en la mano y

con lo que, más que casaca, era manta de

caballería. Tan buena suerte tuve, que me dio

tiempo a empuñar la jarra chocolatera. Con

ella en la mano, amenacé con derramarla

sobre un fardo de sedas de Bolonia, todas del

matute. Eso los frenó y les puso ceño

—No tiene usted pelotas, Yago —presumió

Armengol, que me trataba de usía y me

mostraba un embudo que tenía en la mano.

—Pelotas me sobran. Y un cipote como la

manga de un gabán, para que sus mercedes

se lo coman —fanfarroneé yo.

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