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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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semejantes retumbos pretendía aplacar la

vocecilla que medraba en mí. Ella me decía

que me engañaba yo solo.

—Te gustó —susurraba—, te gustó. Y Zanuk

no tiene la culpa de eso.

—¡No, no, no! —me gritaba yo solo— ¡No soy

un bujarra tomante!

Y en eso llevaba razón, pues de haber sido

algo, fui el donante. Mi mortificación era por

pánico, no por arrepentimiento. Pero no me

daba miedo el pecado, sino el placer que

obtuve, regalado con besos y caricias inéditas,

ni conocidas ni sospechadas. En el palco, los

labios de Zanuk me devolvieron, como un eco,

las palpitaciones de mis propias venas,

henchidas con poderosos torrentes de sangre

que ardía como lava. En su boca, mi bálano se

volvió sorbete derretido, que el efebo lamía

con la urgencia de una esposa que se despide

de su hombre moribundo. Su lengua sabia

llegó más allá del límite de mis colgantes,

haciendo estallar, con su ápice, nervios

ignorados. En el fondo yo sabía, y eso era lo

peor, que el abisinio me había hecho disfrutar

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