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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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mejillas hundidas, lívido hasta la transparencia;

en el costado opuesto al del Cristo se le veía

una costra de sangre bajo una venda urgente.

Sobre él colgaban, como la luz de la Gloria

entre los nubarrones de un cielo tempestuoso,

los candiles que sostenían los más enteros de

sus camaradas. Mi padre, bañado en esa luz y

en un sudor febril, el único brillo en aquel

cuerpo que se hacía cáscara, apenas era

testigo del dolor de quienes, arrodillados, se

despedían de él. Lo hacían con respeto, sin

alardes de plañidera, con el rostro enterrado

en las manos, embozando así el llanto; los que

recordaban alguna oración, rezaban.

La Ancha, que, siendo puta y barragana —la

Magdalena de aquel cuadro—, fue mejor

esposa que muchas casadas, lloraba con

dignidad junto al lecho de muerte, sin un

lamento, sin hipos impertinentes. La mujer

estrechaba la mano de su hombre; a cada

poquito, la besaba con devoción y negaba con

la cabeza. Puede que se diera cuenta, con

cada beso, de que el frío de la muerte tomaba

los miembros de don Antonio. Nunca hablé

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