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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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plebeyo que hasta prohibió nombrarlo. Pero ya

saben sus mercedes lo que pasa: si el rey

juega, todos tahúres; si el rey bebe, todos

borrachos. Así que a la reina, por no tener a su

esposo de picos pardos, no le quedó más

remedio que mandar construir un horno para

pizzas en la sede real, allá en el Largo di

Palazzo. Seguro que, desde ese día, el hombre

perdió el gusto por ellas; basta que a uno le

den licencia para que se le vayan las ganas.

Comimos sin más palabras que un ramillete de

alabanzas al oficio de la cocinera y al punto

magnífico de las viandas. La buena comida,

más el arrullo del italiano hablado con las

panzas llenas, sin el escándalo que lo alborota

casi siempre, serenó mi espíritu.

—Soy de la opinión —me desveló Setaro— de

que los reyes de este mundo no comen bien.

—¿Y eso? —me extrañé.

—Nadie bien comido tiene ganas de guerra,

sino de un buen postre y una larga siesta —

concluyó.

—Más bien creo yo que, comer, comen bien —

le contradije con un pensamiento expoliado al

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