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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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apreté hasta sacarle los ojos de las órbitas. El

polaco, que se recuperó del morterazo

sacudiendo la cabeza y salpicando babas y

sangre como un mastín de los Pirineos,

aprovechó que el padre Verboso daba gracias

al Cielo para echarle las manos al cuello y

apretárselo como si fuera manga de pastelero.

Los rezos de gratitud se habrían convertido en

plegarias de misericordia si el mosén no

hubiera reparado en la pistola que Morceguiño

recargó. Ya con la lengua de fuera, soltó las

muñecas del otro, metió la mano en el

balandrán y aferró la culata. Apoyó el cañón

en la sien del gigante y cerró los ojos para que

no lo cegase la cáscara al reventar el huevo.

¡Clac! —sonó el pedernal. Y en clac se quedó.

De allí no salió chispa, ni bala, ni la madre que

las parió.

No sé si Morceguiño, al que perdimos de vista

al huir Santabárbara, se dio cuenta de su

negligencia. Pero, como el topo en su galería,

culebreó bajo los mesones para aferrarse a

una pierna del coloso. Éste, sin soltar la presa,

miró al miope sin dar crédito a lo que veía.

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