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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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tapaban el pecho desnudo, moreno y brillante.

La tomé por una niña, pues aún no tenía

relieves con los que hacer evidente su género.

—¿Qué se ha hecho de Zanuk? —pregunté por

preguntar.

—¿Aún sigues velado, Yago? —se interesó la

polaca—, ¿o es que todavía no has abierto los

ojos?

Puse ceño y sacudí la cabeza, buscando una

respuesta buena a aquella malísima pregunta.

Y entonces entendí: Zanuk se mostraba ante

mí en toda su belleza de finísima talla de

ébano. Pero aquel no era el Zanuk que yo

conocía —un púber apenas—, sino el djinn

temible que adiviné bajo el embeleco de su

aire servil cuando vino a buscarme entre

bambalinas. No es que allí mismo dejara de

ser un esclavo, pues no cabía duda de que él,

como yo, sirvió para el divertimento de la

mariscala de todas las antojadizas, la pécora

caprichosa, la sirena consentida, la bacante

antropófaga, la depravada esposa de un

mercader, la heredera de una estirpe de

perreros. ¡Perra ella, perra ella! ¡Hija de la

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