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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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aterradas por su desvalimiento. Ella, Safo

descamisada, les regalaría caricias y besos de

consuelo, anuncio de placeres inéditos.

No, no eran Juana y Paulina dos damitas de la

media almendra. ¡Quia! Así que, por mucho

que yo supiera, que algo sabía, de rondar a

una mujer, soltarles picardías o ternezas a

aquellas dos era como que el bobo de Coria le

explicase a San Agustín el misterio de la

Santísima Trinidad. En consecuencia, puse

punto en boca y dejé que tomaran la caña de

mi timón en sus manos, para que pilotearan

mi nave entre las brumas del vino húngaro.

Les juro, por la uve eternamente jugosa de

Venus, que aquellas manos eran diestras en

caricias; pero sus magines eran aún más

diestros en maldades. ¡Pobre ingenuo!

Paulina obedeció a su ama y me vendó los

ojos. Desamparados del socorro de la vista, el

resto de mis sentidos se avivó. Me sentía

excitado, claro que sí, pero también indefenso,

víctima de mil acechos. Nunca, salvo a golpes,

me había tapado nadie los ojos. Me sacaron de

mi prevención unas manos suaves que llevaron

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