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EL VIENTO DE MIS VELAS--J J PICOS

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Aspiraba, sin embargo, el aroma que subía del

cuenco, inmerso en un tira y afloja entre la

tentación y el temor. Finalmente, sin derramar

el líquido como habían hecho ellos, asomé los

labios a la barandilla de la taza y sorbí con

levedad. Me sobrevino el recuerdo acre de mi

primera calada a una pipa.

—Si la infusión es muy de hombres para su

merced, pruebe a echarle una pizca de azúcar

—se burló don Antonio, ofreciéndome, retador,

una piedrecita rosada.

—Si el infiel lo ha tomado a pelo, bien podré

yo —le contesté amoscado.

Volvieron a mirarse y sonrieron. Yo,

desafiante, tragué con más decisión. Soporté

mejor el segundo sorbo: un incienso

desconocido, más alegre que el de misa, me

tapizó de óleo oscuro boca, nariz y garganta.

Como una centella, me agarró un feliz

escalofrío, parejo al que inunda al peregrino

que vuelve a casa con la primera ventisca y

que, al abrir la puerta, recibe el beso

hospitalario de su madre y el abrazo protector

de su padre, que lo invitan a quitarse de

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